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Entrevista en vida positiva

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sábado, 29 de mayo de 2010

Felicidad

A lo largo de la historia, se han creado sistemas filosóficos, novelas, poemas y películas que buscan establecer la esencia de ese estado de ánimo. Las respuestas, numerosas, variadas y hasta opuestas, revelan la complejidad del tema. El fin más ansiado del hombre parecería ser, a la vez, el más inasible y subjetivo. http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1040404

¿Un tesoro por hallar? ¿Una adquisición? ¿Una promesa? ¿Una ilusión? ¿Una utopía? ¿Un destino? ¿O, simplemente, una realidad que hace a la condición humana? Sea lo que fuere, si hay un principio que orientó las acciones a lo largo del tiempo, fue la búsqueda de la felicidad. ...sta ha sido uno de los temas más transitados: al igual que al amor, se le rindió tributo desde la poesía, la narrativa, la pintura y el cine. Y hoy suele ser objeto de culto de las ciencias sociales, desde la economía y la psicología hasta la filosofía, en senderos que se bifurcan y por los que intentaremos transitar.

Una encuesta mundial de valores, realizada recientemente (sobre la base de datos suministrados por World Values Survey y European Values Study) para determinar el nivel de felicidad promedio, se basó en la percepción subjetiva de 350 mil encuestados de 98 naciones, donde vive el 90% de la población mundial. Aparecieron algunas informaciones curiosas que escapaban a las previsiones: mientras que un país violento como Colombia ocupaba el tercer puesto en el ranking de felicidad; Dinamarca, país del Primer Mundo con un nivel de vida envidiable, figuraba en el decimosexto.

Parecería que una vez satisfecho determinado umbral de bienestar material, un alza en el consumo no modifica demasiado el humor de la gente. Pensemos, si cabe alguna duda, en un Japón ubicado en el puesto 43. El país de las geishas y de los quimonos era muy pobre en 1960. Entre esa década y fines de los años 80, su ingreso per cápita se cuadruplicó e hizo de Japón una de las potencias del mundo industrializado. Sin embargo, curiosamente, la felicidad promedio de 1987 no superaba la de 1960. Por cierto, los japoneses disfrutaban de más autos, lavavajillas y cámaras fotográficas, pero no eran más felices. Esta apatía merece una explicación: una de las paradojas de la felicidad es que aunque los ricos suelen ser más felices que los pobres, el nivel de felicidad promedio apenas se modifica cuando se vive un bienestar generalizado y los ingresos ascienden equitativamente (algo poco imaginable en la realidad local). De esto se infiere que la felicidad depende no tanto del ingreso absoluto como del relativo. El grado de felicidad, mensurable por los bienes materiales y sociales -en un rango que va del acceso a colegios prestigiosos al más elemental acceso a artículos de primera necesidad-, parecería depender de los bienes que tenemos en relación con los que tiene el vecino. Se ha comparado el consumo con una carrera armamentista: así como invertir menos en misiles libera capital para otros usos más urgentes sólo si todas las potencias en pugna lo hacen, gastar menos en bienes personales redunda en un saldo positivo si todos economizan. Un ejemplo entre otros: en el competitivo mercado laboral, si asisto a una entrevista, tengo mayores probabilidades de obtener el puesto si uso un elegante traje sastre en lugar de calzarme mi viejo jean . Salvo que todos los candidatos se presenten en jeans . En el ámbito doméstico, más subjetivo y prosaico, somos felices con nuestro auto chatarra hasta que nuestro vecino aparece con el último modelo de una cotizada marca.

Pero este enfoque economicista -pensado, de más está decirlo, desde sociedades de mercado de países altamente industrializados- permitió inferir algo más. Se comparó una hipotética sociedad A con otra hipotética sociedad B. En la primera, la gente habitaba casas muy amplias pero carecía del tiempo libre para practicar deportes o para reunirse con amigos o para tomarse una semana de vacaciones anuales. En la sociedad B, se vivía en casas más pequeñas pero se gozaba de todas las ventajas de las que carecían los habitantes de la sociedad A. Y se concluyó que la posesión de bienes visibles (una casa amplia) no compensa el goce de los bienes invisibles que definen esencialmente la calidad de vida. Porque, aun en una casa amplia, no dejamos de padecer la carencia de tiempo libre cuando éste nos falta.

Se estima que cerca del 50% del estado de ánimo y de la capacidad para vivir en positivo es heredado y, como tal, resistente al cambio. Esta inercia anímica explicaría que quienes ganaron la lotería, una vez transcurrida la euforia de la novedad, no son más felices, a veces incluso son menos felices que antes. Y quienes sufren un accidente con graves secuelas, en un año recuperan su nivel promedio de felicidad o desdicha preexistente, similar al de los individuos con sus funciones orgánicas intactas. Pero además, nuestro extraordinario poder de adaptación parece explicar por qué criterios absolutos no importan tanto una vez que las necesidades básicas han sido satisfechas. Nuestra plasticidad, sin embargo, no es infinita. Aunque se comprobó que nos adaptamos rápidamente al incremento de bienes materiales, hay categorías específicas en las cuales nuestra capacidad de adaptación es más limitada: ciertos acontecimientos traumáticos -el desempleo, por mencionar una pandemia mundial- provocan cimbronazos emocionales tan persistentes que la gente continúa con un nivel promedio de felicidad inferior incluso tras conseguir un nuevo empleo.

El imperio de los sentimientos
En 1587, el librero Johann Spies, oriundo de la ciudad alemana de Fráncfort, publicó la Historia de D. Johann Fausten , escrita por un supuesto autor anónimo. Como es sabido gracias a la inmortal versión que de esa historia compondría Goethe, en sus páginas se narran las desventuras del doctor Fausto, quien vende su alma al diablo a cambio de veinticuatro años de placeres. En una escatología menos vinculada a los castigos de ultratumba que a cuestiones más procaces, en tiempos inundados por la tecnología, cuando podemos publicar videos caseros en YouTube o reproducir la Pastoral de Beethoven dirigida por Zubin Mehta para ser vista y escuchada desde nuestro sillón predilecto, no es sorpresa que se haya intentado inventar un "felicitómetro". La página web de la BBC reveló que hay "científicos" que pretenden haber resuelto "uno de los misterios más grandes de la humanidad" con el auxilio de una fórmula matemática: P + (5xE) + (3xH) = felicidad, donde P designa las características personales (la apariencia física, capacidad de adaptación, resiliencia -esto es, capacidad de recuperarse de los malos tragos-); E, (salud, estabilidad económica y vínculos de amistad) y H, las necesidades de orden superior (autoestima, expectativas sobre el futuro, sentido del humor). Con sólo responder a cuatro preguntas, a cuyas respuestas se les asigna un puntaje que va del 1 a 10, seremos capaces de obtener el resultado de la ecuación.

Menos banales, pero no sé cuánto más confiables, diversos estudios operan con una noción semejante de felicidad, esta vez concebida como cierto bienestar que puede ser evaluado con métodos "empíricos". La llamada "Psicología del bienestar subjetivo" considera que hay tres factores que inciden en esa condición: un estado de ánimo positivo (presencia de sentimientos placenteros tales como alegría o satisfacción); la ausencia relativa de sentimientos displacenteros tales como temor, ira o tristeza; y los juicios personales sobre el grado de satisfacción. Según estos tres factores, considerados conjuntamente, una persona feliz es aquella que, como suele estar satisfecha con su vida, por lo general se siente contenta y sólo de tanto en tanto triste. Con el propósito de evaluar la experiencia emocional cotidiana, los investigadores desarrollaron una técnica conocida como "muestreo de experiencias": quienes se prestan a participar del estudio llevan consigo una palmtop que hace sonar una alarma varias veces al día al azar. La tarea asignada a los participantes consiste en completar breves encuestas on-line sobre el estado emocional que acompañó las actividades que realizaban cuando sonaba la alarma, en las que debían responder si se sintieron muy felices, bastante felices o nada felices. Consultando esa base de datos, los investigadores pueden registrar picos, mesetas y depresiones emocionales a través de los días y las semanas, y analizarlas en relación con el medio ambiente en que acontecieron. Esta técnica no sólo suele ser complementada con el registro de los recuerdos positivos contrastados con los negativos sino que se recurre, además, a métodos biológicos (medida del ritmo cardíaco, niveles hormonales, actividad neurológica) e incluso a novedosos estudios genéticos que, en conjunto, permitirían construir un retrato aproximadamente válido de las experiencias de bienestar de la gente.

Impulsados por un espíritu cientificista a ultranza, y reducidos a estadísticas tan controvertidas como sensibles a la selección de la población de la muestra, estos estudios de mensurabilidad de un fenómeno "subjetivo" producen resultados muy distantes de la complejidad esencial de la existencia humana.

¿Cerdo feliz o Sócrates insatisfecho?
La filosofía, de más está decirlo, no tiene nada que hacer aquí, porque no puede operar algo rítmicamente ni proponer procedimientos de mensurabilidad de la felicidad. Y cuando intentó hacerlo, lo pagó caro: Jeremy Bentham propuso un menospreciado cálculo utilitarista mediante el cual, presuntamente, cuando se debía elegir entre dos cursos de acción, bastaba con calcular la suma total de placeres, restar de allí la suma total de dolores y luego comparar ese resultado con aquel al que se llegaría tomando el curso de acción alternativo. Dicha comparación permitiría deducir cuál era la acción valiosa por la que se debía optar. Muy a su pesar, porque aspiraba a una filosofía que, en la búsqueda del bien común, se constituyera en un bisturí social que volviera más justa la sociedad, el pobre Bentham fue parodiado hasta el cansancio por su célebre "cálculo" y alineado por la historia en las huestes de los que creen que la felicidad es algo esencialmente hedonista, donde el placer es el amo y señor de nuestros deseos más ocultos y de otros que no lo son tanto.

En esta orientación, conocida como "hedonismo psicológico", los placeres subjetivos son el medio para determinar la moralidad de los actos. Formulada en estos términos, la felicidad consiste en episodios o en estados de ánimo puramente subjetivos. La felicidad hedonista, sin embargo, tiene sus bemoles. Puede tratarse, efectivamente, de una mera satisfacción subjetiva: los cirenaicos (seguidores de Aristipo, discípulo de Sócrates), por ejemplo, concluyeron que los placeres sensuales eran preferibles a los espirituales. También cayeron en la cuenta de que los únicos placeres genuinos son aquellos que efectivamente se sienten, y los únicos placeres que efectivamente se sienten son aquellos que se sienten en el momento presente: los placeres de ayer son recordados con nostalgia; los de mañana, ilusoriamente anticipados. Concluían que es sabio disfrutar los placeres momentáneos, en lugar de saborear los pasados o de soñar con los futuros. Pero además repararon en que los únicos goces que uno puede sentir son aquellos que cada uno experimenta por sí mismo en el cuerpo, pues los placeres -al igual que los dolores- son intransferibles. Con tantas razones de peso, los cirenaicos vivieron una vida de goces sensuales. Sin embargo, pronto se descubrió que esos placeres no podían durar eternamente. Y que si se comía, bebía o amaba con exceso, el tan ansiado paraíso terminaba en la más burda saciedad que, a fin de cuentas, convertía lo más deseable en el más tortuoso de los destinos

Todavía se suele creer que la felicidad es una clase de sentimiento preciso. Muy sumariamente, sentirse feliz es lo que me sucede cuando me levanto por la mañana tan exultante de alegría que les sonrío hasta a los cuidacoches o (puesto que en gustos no hay nada escrito) me dedico a envenenar a los gatos del Botánico. La felicidad es polimorfa y se puede presentar bajo cualquier ropaje. Pero cuando hablamos de sentimientos, hablamos de episodios: me levanto feliz a la mañana pero por la noche soy espantosamente antipática porque me caigo de sueño; y una vez que tuve ese rapto de generosidad o maté a un buen número de gatos, me olvidé de esos instantes de felicidad y, con mi olvido, se esfumó el sentimiento.

Esta felicidad "episódica" ya fue puesta en tela de juicio hace más de dos mil años: ¿el recuerdo de un instante de dicha basta para hacer de una vida, una vida completamente feliz, como creían los estoicos, que como se sabe, se conformaban con poco? ¿O acaso, según declara el gran Aristóteles en su ...tica nicomaquea , la felicidad es un bien tan precario que ser feliz exige haber muerto y que, en retórica digna de epitafio, otro pueda decir del difunto: "Fue feliz"?

Pero los problemas no terminan allí. Si acabo de recibir un honoris causa de una prestigiosa universidad, seguramente responderé que soy muy feliz en la encuesta on-line , salvo que me entere de que un amigo está internado debido a un grave accidente De ser así, una vez que, poco oportuna, suena la dichosa alarma, ¿qué registro en la encuesta? Sólo una respuesta esquizoide podría revelar la mezcla de sentimientos que hacen de mí, como escribía Pascal, una barca a la deriva.

Debido a esta suma de objeciones, la felicidad puede pensarse ya no como episódica, sino como una suerte de estado de ánimo positivo. Si es un estado de ánimo, ni siquiera hace falta que me preocupe por lograr la felicidad a fuerza de afanes personales, pues en principio hay otros que lo pueden hacer por mí (por ejemplo, puedo comprar un título universitario en Internet o contratar a un famoso novelista para que escriba un libro de mi presunta autoría). Hasta el azar es un siervo de esta clase, porque basta con que adquiera el billete ganador para sacar la lotería. Pero dado que los científicos de la felicidad nos enseñaron que el afortunado se acostumbra rápidamente a su nuevo estado (a su nueva casa con piscina olímpica y spa , a su chofer o a lo que fuere), al poco tiempo termina padeciendo como el más común de los mortales. Parecería que una vida feliz implica aquella en que uno, "transpirando la camiseta", como se suele decir, completa una carrera o escribe un libro o se gana el dinero. Ya el dignísimo Aristóteles dijo algo así como que cualquiera podía ser virtuoso y feliz si se pasaba la vida durmiendo, pero el verdadero desafío es hacer de la felicidad un ejercicio cotidiano de la virtud. Un músico, un deportista o quien fuere puede sentir un inmenso placer en el ejercicio de su actividad, pero decir de él que ejerce sus habilidades debido al placer que siente al ejercerlas es una descripción errónea: el placer es sentido durante la actividad misma y no es un efecto derivado de esa experiencia.

La felicidad también puede ser pensada como la satisfacción de los deseos, tesis absolutamente neutral acerca de los deseos que aspiro a que sean satisfechos, casi una felicidad democrática, a medida del bolsillo del caballero y de la cartera de la dama De este modo, continuamos fieles a la idea de que la felicidad es subjetiva, que cada individuo es la única autoridad sobre sí: soy feliz si pienso que soy feliz, dado que estoy obteniendo lo que deseo. Casi como el cartesiano "Pienso, luego existo", pero en versión hedónica: "Me siento feliz, luego soy feliz". Eso convierte a cada uno en juez y parte del conflicto. Pero el problema de esta idea es que si individuos "exitosos", que en apariencia logran lo que desean, son impulsados por estilos de vida y talentos tan dispares como los de un Manu Ginóbili, una Martha Argerich o hasta un Bill Gates, es porque presuntamente todos son felices y cualquier comparación que podamos hacer entre sus vidas tiene que hacerse en relación con un criterio extrínseco que nos permita comparar una vida con otra. Pero las concepciones subjetivistas de la felicidad afirman que no hay una vida modélica, objetivamente definida, independiente de lo que nosotros experimentamos y con la cual podamos comparar la vida feliz.

De más está decir que se nos ocurren otras serias objeciones a la idea de que el cumplimiento de un deseo promueve inequívocamente la felicidad o tan siquiera el bienestar de quien desea. Por empezar, no hay una vida humana -ni siquiera la de los "exitosos"- en el curso de la cual todos los bienes se lleguen a realizar; muchos bienes son incompatibles entre sí, o incluso la realización de un proyecto tiene como efecto no deseado la frustración de otros deseos. Por añadidura, si la felicidad se reduce a las satisfacciones vividas, lo cierto es que ese sentimiento de satisfacción puede inducirnos al error. ¿Qué sucede cuando la felicidad descansa en una falsa creencia, cuando digo: "Era feliz porque vivía rodeada por un montón de amigos", ignorando que esos supuestos amigos se burlaban de mí en mi ausencia? ¿Acaso el hecho de que la razón en la que fundo mi felicidad sea falsa implica la desaparición de mi felicidad pasada? ¿O simplemente la invalida? Sin ir tan lejos, tenemos por buenas ciertas tendencias autodestructivas -un deseo adictivo o una obsesión- que difícilmente constituyan la vía privilegiada hacia la felicidad. Es más: parecería que hay cosas que promueven la felicidad o bienestar de alguien, pese a que ese alguien no lo desea: una mujer que decide abandonar a un marido violento porque entiende racionalmente que eso es lo mejor puede no desear ese abandono.

Si nos conformamos con esta versión del hedonismo, que reduce la felicidad a la simple satisfacción de deseos inmediatos, vivimos apresados en una dimensión empobrecida de la felicidad, divorciada del reino moral. Pero también podemos adherir a una versión refinada del hedonismo, fundada en la satisfacción de deseos racionales que aspiran a ver realizados valores objetivos y no reductibles a la sensibilidad de turno, deseos dirigidos hacia una felicidad entendida ya no como una experiencia meramente subjetiva sino más bien como una respuesta emocional a ciertos valores independientes del yo.

Esa distinción nos permite abandonar una dimensión esencialmente subjetiva y orientarnos hacia una dimensión objetiva, donde se promueven formas enriquecidas de felicidad, entendida esta vez como aquellas vivencias satisfactorias aunadas a una reflexión consciente. Las concepciones objetivistas tienen por condición la admisión de cierta diversidad de los bienes humanos. Esos bienes humanos no son solamente los bienes materiales, sino que pueden ser talentos personales, lazos afectivos, autoestima y capacidades personales distintivas tales como la reflexión crítica, el sentido estético o el sentido del humor. Es la posición defendida por John Stuart Mill, quien en un intento de superar el cálculo de su maestro Bentham, denostado por simplista, declaró algo así como que prefería ser un Sócrates insatisfecho antes que un cerdo feliz. Y en todo consecuente con tan ilustre comparación, distinguió los placeres sensoriales de los placeres sublimatorios (asociados, pongamos por caso, al arte o a la amistad). La felicidad, así entendida, puede expresarse en proposiciones del tipo: "Soy feliz de tocar el piano" o "Soy feliz de tenerte como amigo". En este marco teórico, actuar moralmente representa uno de los bienes -junto a los del arte o la amistad- que dan una razón objetiva para ser feliz. Sin embargo, aun así se permanece preso de una concepción episódica o, en el mejor de los casos, de una concepción reducida a estados de ánimos sucesivos en la caracterización de la felicidad.

Un proyecto existencial
Finalmente, la felicidad puede ser entendida como una dimensión de la acción moral, tal como lo hace el eudemonismo aristotélico (del término griego eudaimonia : bienestar, felicidad). Esta corriente de la ética también afirma cierta predisposición en el ser humano a buscar la felicidad. Pero ésta es concebida como la realización de la propia vida como una unidad integrada y coherente, un proyecto personal por cumplir que finaliza sólo con la muerte, en una tarea donde procuramos que nuestros planes de vida, multifacéticos y complejos, guarden cierto vínculo entre sí, cierta coherencia alentada por una deliberación reflexiva que tienda a unificar constantemente ese todo existencial que nos constituye como quienes somos y aspiramos a ser.

Distante tanto del subjetivismo hedonista psicológico como del hedonismo racional, el eudemonismo defiende la naturaleza objetiva de la felicidad que se expresa en la capacidad de organizar la vida del agente en su búsqueda del cumplimiento de un proyecto vital. Ese objetivismo, sin embargo, no nos compromete con un único modelo prefijado de vida digna de ser vivida. Pues aunque la felicidad no es una sucesión rapsódica, tampoco es la mera suma de bienes particulares. Más bien consiste en una manera de servirnos de esos bienes, en una forma de articular o de unificarlos de manera tal que, en esa tarea, y en calidad de agentes, logremos conferir un sentido personal y auténticamente elegido a nuestra existencia, haciendo de nuestras vidas, vidas mejores, con las cuales colaboramos a que el mundo sea mejor.

Aun cuando resuene como una utopía ingenua, el incipiente retorno de parte del pensamiento contemporáneo al eudemonismo clásico aparece como una tabla de salvación frente a un aspecto de la condición humana salvajemente denunciado por Schopenhauer y que se cierne sobre nosotros, en una escala globalizada, todavía hoy.

Final inconcluso
En el borde mismo de las taxonomías filosóficas, Schopenhauer ve en la felicidad genuina una ausencia permanente de dolor y, por extensión, una satisfacción duradera de deseos porque "por su naturaleza, el deseo es dolor".

La irrupción del deseo en el escenario en el que se desarrolla la tragedia de la felicidad da lugar a una suerte de disonancia afectiva. El ser humano, acosado por un deseo que se renueva, siempre distinto y demandante, se encuentra condenado a experimentar, una y otra vez, la insatisfacción. Y de su tensión psicológica entre el deseo y la frustración nace el sufrimiento. Si los deseos insatisfechos alimentan la fuente inagotable de donde emana el dolor, entonces la felicidad debe de ser una satisfacción absoluta de esos deseos.

Confrontado a ese desiderátum, el pesimismo de Schopenhauer puede más. Pues concluye que es imposible satisfacer todos nuestros deseos. Aun cuando alguno pueda ser satisfecho, puede tratarse de una satisfacción maníaca que, lejos de regalarnos con la dulce calma de lo que finalmente se ha logrado poseer, sólo realimenta la insatisfacción. Por más que se ofrezca hasta la vida a cambio de obtener la cosa deseada, el deseo puede desaparecer con su sola posesión, sólo para reanudar un ciclo perpetuamente reiniciado: al deseo insatisfecho le sucede la satisfacción y, en el mismo gesto, su consumación (en su doble acepción, como cumplimiento y fin). De sus cenizas, emerge un nuevo deseo, en un ciclo que se repite una y otra vez en un sujeto que se vive desgarrado, escindido en un juego deseante del cual no logra sustraerse. En ese derrotero cíclico, cuando el deseo errante ha perdido su objeto, la vida humana se nos aparece como una suerte de péndulo que, meciéndose entre el dolor y el tedio, busca un sentido donde no lo puede hallar.

El aburrimiento, máscara y lacayo del vacío existencial, se apodera entonces del individuo condenado, por su estructura misma, a una abulia suicida. Abulia que parece ser un sello distintivo de una cultura sedienta de sentido, contraparte existencial de la euforia consumista de autos, lavavajillas y cámaras fotográficas.

Autoengaño: la eterna compulsión a hacernos trampa

Basándose en la filosofía, la literatura y la psicología, la ensayista Diana Cohen Agrest analiza este mecanismo psíquico contradictorioque impulsa muchos de nuestros actos. http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1183004

Si hay una fábula harto conocida es la de la zorra y las uvas, y seguramente lo es porque el autoengaño es una estrategia inescindible de la condición humana. Quien más, quien menos, todos solemos encontrar un consuelo en este dudoso recurso: una zorra hambrienta va en busca de comida cuando divisa una parra con tentadoras uvas. Se aproxima a la vid y comienza a saltar infructuosamente hacia los racimos. Por más que se esfuerza, no logra llegar a los apetecidos frutos. Finalmente, renuncia a la empresa, no sin antes exclamar: "No valen la pena, todavía están muy verdes".

¿Cómo disolver la tensión entre el deseo y la realidad que se nos impone? ¿Acaso estrategias semejantes no suelen ser las terapias más eficaces para el fracaso, la desilusión y la melancolía? Pero de ser así ¿dónde terminan nuestros sueños y fantasías y dónde comienza el autoengaño?

Parecidos de familia
Parecen lo mismo pero no lo son. Mientras que la mentira es una estrategia discursiva que consiste en pronunciar declaraciones falsas, el engaño es el acto -que puede valerse de la mentira- donde, con toda intención, se induce a creer una cosa en lugar de otra. No es lo mismo la retórica tan mentirosa como circunstancial coloquialmente conocida como "hacer el verso" que el acto de engañar de Juan, un simulador que, con la estrategia propia de un ajedrecista avezado, logra persuadir a la crédula Camila de que ella es el gran amor de su vida y la futura madre de sus (únicos) hijos, omitiendo que su esposa y sus cuatro vástagos lo esperan todas las noches para cenar. Pero los parecidos de familia no terminan aquí.

Siempre se pensó que el autoengaño era una ligera variante del engaño a secas. Pero no bien reflexionamos sobre uno y otro, descubrimos que el primero supone un paso más: alguien se engaña a sí mismo toda vez que se autoconvence de algo cuando sabe que las cosas no son como cree que son. Volvamos una vez más a Juan. Concedámosle el beneficio de la duda, suponiendo entonces que no es un vulgar simulador sino que, en verdad, se autoengaña. De ser ése el caso, en su rol de engañado debe de estar convencido de que abandonará a su mujer mientras que en su rol de engañador sabe que no lo hará.

Esa duplicidad repetida en otros gestos, tan nuestros que apenas con suerte (y dolor) nos damos cuenta de su poder nos revela una paradoja: ¿cómo es posible creer, al mismo tiempo, dos cosas incompatibles entre sí? Si creer una afirmación y su negación es un estado mental lógicamente contradictorio, entonces el autoengaño parece imposible. Y de hecho, puedo no creer en ese artificio. Pero como se dice de las brujas, podemos decirlo del autoengaño: que lo hay, lo hay.

No es la única falacia, pues en cuanto examinamos los resortes que operan en ese mecanismo psíquico, descubrimos una paradoja más: en el rol de engañado, la estrategia no puede ser conocida para que ésta sea eficaz; mientras que en el rol de engañador, se debe reconocer el engaño. Pero desde el momento que en mi fuero íntimo reconozco mi intención ¿cómo podría ser yo engañado por mi propia voluntad de simulación? Si sabemos que una estrategia es engañosa, entonces el autoengaño, una vez más, parece imposible.

Puesto que semejantes laberintos violentan el sentido común el mismo que nos muestra una y otra vez que el autoengaño no sólo es posible, sino que gran parte de nuestras creencias se construyen sobre ese cimiento sólo en apariencia endeble, lúcidos pensadores buscaron desarticular ese entramado existencial.

En el intento por resolver esos rompecabezas, algunos calificaron todo engaño autoinducido como intencional: forzosamente, uno se engaña a sabiendas de que se está engañando. Pero para admitir la realidad del autoengaño, fue necesario postular un yo escindido que operaría en un antes y un después, acaso remedando a Neruda, desdiciéndose en un mismo gesto en su "ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero".

El engaño autoinducido llevado a cabo con intención también puede apelar a la memoria fallida toda vez que, con el correr de los días, el autoengañador perseverante no sólo olvida los acontecimientos pasados sino hasta su intención originaria de inducirse al error. Imaginemos un funcionario corrupto que sustituye un registro comprometedor con un registro falseado que lo liberará de toda sospecha. Imaginemos, además, que lo hace confiado en que, con el correr del tiempo, habrá borrado toda huella de la adulteración ya no de los registros, sino de la intimidad de su conciencia. Imaginemos, por último, que justicia ¿divina? mediante (recuérdese que sólo se trata de un experimento imaginario), finalmente es investigado. A esa altura de los acontecimientos, y tal como lo previó, el funcionario habrá olvidado no sólo la falsificación del registro sino hasta la manipulación de sus recuerdos, sintiéndose tan incorruptible como carmelita descalza. Ni siquiera es necesario que sostenga simultáneamente creencias contradictorias: la degradación natural de la memoria, incluso cierta tendencia natural a creer aquello que se quiere creer, surten el efecto de que una (auto) mentira reiterada termina por asemejarse a la verdad (la tristemente célebre fórmula de Goebbels: "miente, miente, miente, que algo quedará").

Sin esa dosis de cinismo, el autoengaño puede ser la quintaesencia de la distorsión de la realidad parasitaria de las conductas adictivas: la joven anoréxica viéndose obesa en el espejo. O el alcohólico obstinado negándose a reconocer que su afición es su perdición. Otro escenario propicio al autoengaño es aquel donde se materializa con creces el poder ilusorio de las falsas expectativas: la apuesta reiterada en los casinos se refuerza con cierta fantasía de ganar que hunde sus raíces en una confianza ciega en que la suerte es una amiga fiel que, simplemente, se hace desear. No sólo las maquinas slot con sus porcentajes fijos de pago están construidas en respuesta a esta ley psicofísica. También el "hacer bingo", salvo fortuitas excepciones, es un horizonte en retirada que, cuando está a punto de ser alcanzado, se renueva como promesa transitoriamente postergada.

La explicación del autoengaño a partir de actos intencionales que suponen cierta escisión temporal entre un yo engañador y otro engañado operando diacrónicamente uno antes y otro después, no es la única posible. Otra explicación, tal vez la más difundida, elimina el carácter intencional aunque conserva cierta escisión en el interior de la conciencia. Dado que, en palabras de Freud, "sólo vemos lo que queremos ver", el fundador del psicoanálisis sostuvo que, con el fin de sortear el dolor, el yo instaura en su psiquis, disociándose, ciertos mecanismos de defensa inconscientes de negación. Y valiéndose de ciertas maniobras defensivas, logra ocultar ante sí mismo los contenidos censurados, alojándolos y, como tal, neutralizándolos, en un espacio recóndito de su aparato psíquico.

La mala fe
En El ser y la nada , Jean-Paul Sartre acusaría a la teoría freudiana de defender un determinismo que postula la existencia de procesos inconscientes que explicarían el autoengaño. En lugar de la dualidad diacrónica del engañador y del engañado, el psicoanálisis, piensa Sartre, postula una ficción sincrónica de "una mentira sin mentiroso". Y dándole un giro a la explicación freudiana, el filósofo existencialista alude a la libertad, a esa condición que hace del ser humano, el único "condenado a elegir". Sartre denomina al autoengaño, la mala fe. Y la mala fe es un antídoto inauténtico, la huída cobarde frente a la responsabilidad de tener que jugarse por los valores según los cuales uno podría elegir vivir.

Sartre nos muestra la mala fe en una escena donde una mujer simula ignorar las insinuaciones sexuales de su acompañante porque teme romper el hechizo del juego de la seducción. Hasta parece no advertir cuando el seductor toma su mano. Disociada de su corporalidad, en ese instante la mujer se siente "puro espíritu". Ella "sabe muy bien las intenciones del hombre", nos advierte Sartre, "también sabe que tendrá que tomar una decisión tarde o temprano". Pero se resiste a decidir, ocultándose a sí misma los objetivos de su acompañante. Y pretendiendo desconocer su propio deseo, la mujer posterga el momento de la decisión, interrogándose una y otra vez: ¿qué quiere hacer con su cuerpo? ¿abandonarse a su deseo transitoriamente eclipsado y tener sexo? ¿o antes bien no ceder a las insinuaciones del seductor? Estas dudas, concluye Sartre, no son sino un ejercicio de la mala fe, porque la mujer hace uso de su libertad como de una excusa con la cual evade su responsabilidad de tener que elegir.

Sartre nos presenta una segunda figura de la mala fe, encarnada esta vez en un mozo de café que juega a ser mozo de café con el fin de persuadirse a sí mismo de que su existencia se reduce, precisamente, a ser mozo de café, cumpliendo con el papel con el que los otros y la sociedad lo han investido: el pobre diablo que barre a las cuatro de la mañana el local es el mismo que apenas un par de horas más tarde se engalana con chaleco de un blanco purísimo y moño de satén, luciendo su sonrisa inalterable ante la clientela. Como en un juego de rol, el mozo de café se abandona a la impostura para poder ser lo único que cree poder ser: su actitud servil, su complacencia excesiva, sus gestos sospechosamente redundantes, no son más que un ritual que lo definen y confirman en lo que cree que debe y sólo puede ser.

A través de estas ilustraciones, Sartre aspira a mostrar que ni siquiera hace falta apelar a la estrategia del psicoanálisis para mostrar que la tiranía del deseo o la fuerza de las emociones condicionan nuestras creencias, ya que es posible creer y, conscientemente, descreer de la misma cosa. En lugar de mecanismos inconscientes, Sartre postula una atención selectiva que incorpora los aspectos de la realidad que se integran en el sistema de creencias aprobado por la conciencia y hace a un lado aquellos aspectos que la misma conciencia censura. La mujer es una buena ilustración: "Dado que la mujer conoce las intenciones" de su interlocutor, continúa Sartre, ella hace uso de este saber para prestar atención sólo a "lo discreto y respetuoso de la actitud de su acompañante", relegando la conciencia que ella tiene de su propio saber.

Pero su peso existencial, al fin de cuentas, radica en que el autoengaño pone en juego, nada más y nada menos, aquello que somos. Estrategia privilegiada ejercida en el campo de la conciencia, sin ese mecanismo de autoprotección podríamos ser condenados a revivir infinitamente los recuerdos más intolerables. No sólo puede ser la expresión de la renuncia a confrontarnos con un pasado traumático, sino también de la huida ante una realidad angustiante presente, cuando no de disociarnos de proyectos sumidos en el autorreproche pero que deseamos continuar, y hasta perseveramos en ellos.

Si prefiero detenerme deliberadamente en un período de la vida, negándome a admitir todo lo que luego cambié, me digo: "Soy lo que fui". Pero puedo barajar y dar de nuevo, confiado en que el naipe exculpatorio del "no soy lo que fui" podrá ser exhibido triunfalmente cuando me desolidarizo de mi pasado, insistiendo en mi recreación perpetua. Sin embargo, en nuestro descargo, sugiere Sartre, más que una patología o un vicio de carácter, y al igual que la vigilia o el sueño, la mala fe es un modo de ser en el mundo.

Creérsela
Toda vez que, a fuerza de repetir una y otra vez un mismo papel, se es incapaz de discriminar entre el rol y lo que se es, se dice de alguien que "se lo comió" el personaje, que "se lo creyó". Esta jerga se aplica igualmente a otro espécimen, del que solemos decir que "se la cree" cuando asume cierto rol que raya en la presunción. Esa creencia ilusoria lo vuelve tan vulnerable que, en palabras de Rudyard Kipling, es incapaz de enfrentarse con "el triunfo y el fracaso y tratar a estos dos impostores de la misma manera".

Se dirá que todos los seres humanos simulamos cierto rol socialmente admitido, desempeñando un papel del que podemos estar o no convencidos. Lo hacemos en una primera cita amorosa en la que construimos un relato autocomplaciente, a sabiendas de que, abusando de nuestro imaginario, podemos mostrar lo que nos gustaría ser. Y hasta los epitafios suelen grabar en piedra un autoengaño. En una entrevista en una ronda de selección de personal, el entrevistado tratará de autopersuadirse de que es el candidato apropiado. Intentará controlar la totalidad del mensaje: sus facciones del rostro, sus palabras, sus tonos vocales, sus gestos sospechosamente mesurados. Sin embargo, cuanto más se juega en un escenario, más se comprueba el llamado "efecto debilitante de la motivación", el que alcanza su punto máximo en las personas con un bajo nivel de seguridad. Pese a sus palabras cuidadosamente elegidas, los gestos de la cara y de las manos pueden traicionarlo.

Muchos hacen de la inautenticidad un estilo de vida. Otros apenas un mecanismo salvador para defenderse de la crueldad del mundo. Pero, en algún momento, todos tenemos algo de impostores. Aunque fabulando para los otros, corremos el riesgo de terminar por creer nuestra propia fabulación.

Amor, ilusorio amor
Tal vez las redes del amor sean un observatorio privilegiado para comprender los vaivenes de las trampas del yo. Mientras algunas de las figuras del autoengaño suelen nacer del deseo de creer algo, otras se forjan cuando se teme que una sospecha se confirme, mostrando impunemente lo que nos resistimos a admitir.

En el ya clásico film de Woody Allen, Hannah y sus hermanas , el personaje que presta su nombre al título es una actriz exitosa, casada con un rico empresario y madre ejemplar, la misma que asiste a sus hermanas menos afortunadas y distantes de todo glamour. La vida de Hannah, instalada en el equilibrio y la perfección, se quiebra repentinamente cuando su marido se enamora y es correspondido por una de ellas. Hannah se niega a creer en el affaire . Y una vez enfrentada a una prueba tras otra, sólo es capaz de sospechar, vagamente, que se avecinan acontecimientos tan pavorosos, tan devastadores que se cuida de descubrirlos.

Un resorte inverso opera en el Otelo shakespeariano, quien acusa injustamente a su amada Desdémona de haberle sido infiel. Pero mientras Hannah se resiste a creer una infidelidad real y Otelo insiste en creer una traición imaginaria, una y otro padecen mancomunados por sus propios límites.

El personaje de la literatura que tal vez encarne el autoengaño de modo más acabado, y con entrañable candidez, es la de Madame Bovary. Su romanticismo exacerbado y pueril la lleva a creer que, tras las metáforas que expresan la condición amatoria, se oculta algo así como una realidad absoluta (el Amor), objeto digno de ser enaltecido por su retórica pasional. La afirmación de La Rochefoucauld, "algunos no se enamorarían de no haber oído hablar antes del amor", ilustra con ironía que hasta ese sentimiento, paradigmáticamente irracional, debe su existencia a un entramado discursivo, obra de cierta retórica que construye y agota el objeto amoroso construido imaginariamente.

No sólo Emma Bovary cree en el personaje que ella misma imaginariamente se inventó, burda imitación de las heroínas literarias. Incluso en otros escenarios que poco o nada tienen que ver con las equívocas redes del amor, la estupidez humana son las aguas del río donde solemos bañarnos cada día. Ese rasgo tan humano es el talón de Aquiles al que apunta la publicidad que nos promete un mundo tan suntuario como inalcanzable. Apenas uno de los tantos simulacros que revelan que somos ciudadanos de un mundo donde nada es lo que nos hacen creer que es.

La mentira vital
La fábula de la zorra muestra que el mundo no es un horizonte al que observamos, imperturbables, desde la perspectiva de un observador imparcial. Lejos de toda neutralidad, nos altera psíquica y fisiológicamente. Y a modo de respuesta, en el autoengaño nos valemos de las emociones para teñir mágicamente esa realidad: una vez que la zorra se convence de que no podrá gozar de esas uvas, espontáneamente las descalifica. Y como no es posible modificarlas químicamente, les confiere mágicamente una nueva cualidad que alivia su insatisfacción. Así resuelve el conflicto y anula esa tensión entre su deseo y la realidad, sustituyendo la cualidad de deseables por una nueva cualidad, la de inmaduras. Se trata, ni más ni menos, de una transformación mágica porque nada ha cambiado (las uvas siguen siendo las mismas), si bien el cambio ha sido inmediato y realizado en el círculo de la conciencia.

La zorra nos enseña sólo una de las caras del autoengaño, un rostro misericordioso que se vale de una artimaña compensatoria por momentos esencial para sobrevivir. Las uvas en la fábula, incluso, funcionan como una especie de placebo natural. Una figura semejante es la llamada "mentira vital", herramienta que puede ayudar a la recuperación del enfermo o a soslayar, ante la proximidad de la muerte, la desesperanza.

¿Acaso la negación, otra de las figuras predilectas en las que suele encarnarse el autoengaño, no es un placebo natural, según se comprobó en las recidivas o en tiempos de sobrevida en investigaciones en pacientes con cáncer? Los médicos descubrieron que tras recibir la noticia de su muerte inminente, un número sorprendente de pacientes no recuerda haber recibido dichas noticias apenas transcurridos unos días. Enfrentados con una ansiedad intolerable, bloquean la información, en un intento de correrse de la escena omnipresente. Otros creen que ese bloqueo es, simplemente, un reflejo transitorio que les permite ganar tiempo para juntar fuerzas y comenzar a aceptar su destino.

Cuando esas figuras de la evasión ya no sólo filtran sino que bloquean la información necesaria, cuando no son más transitorias sino que se fijan de forma permanente, esquivando un peligro que podría ser evitado o aliviado, esas figuras de la evasión pueden producir un daño irreparable.

La medicalización de las problemáticas existenciales y la búsqueda de soluciones inmediatas a los dolores humanos condujeron a que la biotecnología se ocupara de un nuevo desafío: investigar la posibilidad de provocar una amnesia selectiva casi a gusto del consumidor. Y los resultados del estudio experimental parecen ser tan benignos como temibles. En pruebas de laboratorio se probó que una dosis de un novedoso compuesto químico llamado ZIP, aplicado en el cerebro de las ratas, elimina cualquier recuerdo con más eficacia que el paso natural del tiempo. Se estima que con esa molécula se podrían borrar procedimientos motores o hábitos instintivos. Y en los humanos (animales algo más complejos que las ratas), hasta conocimientos geométricos, algo útil si el teorema de Tales, pongamos por caso, fuese parte de un extraño acontecimiento traumático (¿quién conoce, al fin y al cabo, las profundidades del inconsciente o el poder de la mala fe?). Más que una simple molécula, promete ser un dispositivo a voluntad, certero y tenaz, para borrar los recuerdos o, cuando menos, para alterarlos a nuestro antojo. Pero por el momento, para el común de los mortales, esa asistencia programada parece un recurso de ciencia ficción.

Jano emocional
Jano emocional, el autoengaño presenta otro rostro menos compasivo. Esta forma de autoindulgencia puede tornarnos extraños ante nosotros, cegados e incapaces de ver nuestras fallas, incluso procurándonos más y más excusas que silencian nuestras conciencias. Principio activo en la retórica de la justificación, con él se intenta ocultar las propias culpas, cuando no de convencer al otro y convertirlo en cómplice. Y en su rostro más perverso, es un mecanismo absolutamente despreciable toda vez que revela una falta de autodominio que induce cierto desconocimiento de las obligaciones morales, de las circunstancias y de las probables consecuencias de nuestras acciones en las vidas de los otros.

Sisela Bok, en Secrets. On the Ethics of Concealment and Revelation , declara que el recurso del inconsciente, la mala fe, la negación o la mentira vital son metáforas imprescindibles en el camino del reconocimiento de lo ocultado. Pero, observa, "el peligro sobreviene cuando comenzamos a tomarlas por explicaciones. Como metáforas, nos ayudan a ver las paradojas de la dificultad humana de percibir y reaccionar; como explicaciones de cómo se superan estas paradojas, hacen que la comprensión entre en cortocircuito y se vuelven engañosas en su propio sentido -un modo más en el que evitamos tratar de comprender la complejidad que subyace tras nuestra experiencia de la paradoja".

¿Ardid o consuelo?
Es cierto que el autoengaño es una sombra solícita y generosa que se ofrece seductoramente a una constante y perpetua evasión. Pues quiérase o no, compañía incómoda si la hay, lo sabido sin saberse persevera como murmullo interior. O peor aun: como motor que reverbera, corroyendo una y otra vez, oculto, la conciencia. Pero esa sombra también puede ser la mensajera de cierto alivio que dulcifica la existencia humana, atravesada por condiciones ineludiblemente segadas por el dolor y la castración.

El pasado es tan irreversible, como frágil parece ser la memoria.

Y mal que nos pese, continuaremos intentando modificar el mundo, como la zorra, para hacerlo más soportable.

El autoengaño: artificio o defensa. Trampa o bendición. Ardid o consuelo. ¿Acaso se puede vivir sin él?

Envidia

Para algunos es un pecado capital; para otros, el combustible de la sociedad moderna. Filósofos, psicólogos, pensadores y novelistas analizan este bajo sentimiento con el que debemos lidiar. Escribe Diana Cohen Agrest. Y además, el crítico y narrador italiano Alessandro Piperno describe con humor cómo funciona la envidia entre escritores y celebridades. http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1219065

"Tengo envidia de tu sombra / porque está cerca de ti./ Y mira si es grande mi amor, / que cuando digo tu nombre / tengo envidia de mi voz", cantaba lastimosamente José Feliciano. Pero el poder de la envidia trasciende la ilusión romántica. La de Blancanieves, sin ir más lejos, más que una historia de amor, es un relato de venganza, traición y envidia. Y ni hablar de Cenicienta, cercada por mujeres tan carcomidas por la envidia que imponen un obstáculo tras otro en aras de impedir que la de los pies pequeños concurra al baile en el palacio. Y aun si el envenenamiento del genial Mozart por Salieri fuera fantasía pura, la envidia del italiano no es sino una reacción natural a la lotería de la vida: haber nacido en el momento y en el lugar equivocado, dotado con un talento enorme opacado por la genialidad indiscutible de un rival.

Retratada como destructiva, inhibitoria, inútil y dolorosa, la envidia es condenada como uno de los siete pecados capitales. Nadie duda del papel siniestro y abismal de la envidia en la existencia humana. Porque se la suele acusar de irracional, imprudente, viciosa, equivocada. Porque se la considera innata y arrasadora, y se la oculta tras las máscaras de la crítica amarga, la sátira, la injuria, la calumnia, la insinuación pérfida, la compasión fingida y hasta la adulación servil. Y porque se recae en ella, una y otra vez.

Definida como la aflicción vivida por un sujeto cuando siente que no posee algo que su rival sí posee, a propósito de ella Ivonne Bordelois nos enseña en Etimología de las pasiones que in-vidia (de video, vedere, de donde proviene el verbo ver) significa "la mirada penetrante y agresiva de un ojo que, movido por alguna forma de animosidad, antipatía, odio o rivalidad, se hinca enconadamente en el de su enemigo para perforarlo y destruirlo".

Tan compleja de representar en las artes plásticas como fáciles lo son la tristeza, la alegría o el temor, es casi imposible retratar a un personaje con una maestría tan excelsa que, con sólo observar el retrato, se logre percibir en ese rostro al envidioso. Tal vez porque el envidioso no se alimenta de las diferencias reales sino de lo que le devuelve su percepción subjetiva, en tanto y en cuanto sólo ve lo que confirma su envidia.

Pese a su fuerza corrosiva (o tal vez explicable, precisamente, por ella), es la última de las emociones que cualquiera admitiría no sólo ante los demás sino incluso ante sí mismo. El tabú que desalienta toda declaración abierta de envidia es universal, pues se está dispuesto a admitir cualquier otro defecto antes que a reconocer que se es envidioso. Y aun cuando uno es capaz de conceder "envidio tus triunfos" o "envidio tu auto", parecería que sólo nos permitimos confesar esa debilidad cuando las circunstancias y el vínculo con el envidiado, al menos en la versión oficial, excluye la posibilidad de una envidia genuina, destructiva.

Genealogía
¿Cuáles son las condiciones que favorecen la aparición de la envidia?

Ya decía Aristóteles en Retórica que se envidia a un semejante, "el alfarero al alfarero". Porque es posible envidiar a un rival con el que se está en condiciones de competir, no a alguien tan inferior o tan superior que dicha asimetría vuelva imposible establecer una comparación. Y según reza el proverbio, "reina entre vecinos": el envidioso piensa que si su vecino se quiebra una pierna, él va a ser capaz de caminar mejor. En el plano discursivo, la envidia puede expresarse elogiando lo que es malo o, alternativamente, guardando silencio frente a lo bueno, porque todo aquel que elogia a otro, en su propio campo o en uno lindante, en principio se priva a sí mismo de dicho elogio (una de las razones por las cuales se acostumbra agradecer a los jurados de un concurso en el que, por su propia función, son excluidos de la nominación). Como en un sube y baja, todo elogio se pronuncia al costo de la propia reputación.

Por añadidura, el sentimiento de inferioridad es un factor esencial. El envidioso debe ser capaz de imaginarse la posibilidad de poseer el atributo deseado. Pero debe creer al mismo tiempo que ese atributo deseado está más allá de su poder y que jamás podrá ser alcanzado. Ese dispositivo imaginario se condensa mejor en un "podría haber sido mío" que en un "será mío", ya que lo deseado se encuentra próximo en la imaginación pero inalcanzable como predicción. El teórico social noruego Jon Elster sugiere que una princesa puede envidiar a una reina y las estrellas de cine a otras estrellas, pero la mayoría de los mortales no envidia ni a una ni a otras (o a lo sumo, las envidia débilmente).

La envidia, por otra parte, es una emoción que opera como en el tiro al blanco: sin un objetivo, sin una víctima, no se siente envidia. Su contrapartida puede ser la soledad del envidioso, quien no desea ser reconocido en su bajeza por el envidiado. Y hasta cualquier demostración de afecto o de amistad que éste pueda profesarle, a la espera de cierta reciprocidad y reconocimiento, puede resultar contraproducente: cuanto mayor es el afecto que se demuestra hacia el envidioso, mayor es su envidia.

Puesto que se carece de parámetros objetivos, no sociales, en el cálculo del propio valor se tiende a tomar a los otros como estándares. Cuanto más decepcionante es nuestro desempeño respecto del de nuestros pares, más disminuye la autoestima. En particular, cuando las comparaciones sociales no nos favorecen, se suele construir una imagen de sí en forma sesgada al servicio de la autoestima. Mediante este salto tramposo, se explica en parte cómo el dolor odioso de una comparación de la que se sale desfavorecido puede ser metamorfoseado en una emoción más soportable para la imagen de sí.

Tan unívoco es el mandato de ocultar(se) la envidia que suele ser reemplazada o transmutada en otras emociones. Con su talento para disfrazarse, la envidia tiene hermanastros tan tormentosos como ella misma: los celos, el resentimiento y la indignación.

Malditos celos
La envidia y los celos tienen en común que una y otros suponen algo que le importa mucho a quien envidia o siente celos. Pero mientras que en la envidia se desea lo que no se posee (deseo de obtener o de lograr algo), en cambio en los celos se manifiesta un temor de perder lo poseído (¿acaso Serrat no cantaba "no hay nada más dulce que lo que nunca he tenido, / nada más amargo, que lo que perdí"?).

Las diferencias no terminan allí: la envidia es una relación en la cual el envidioso codicia algo presuntamente poseído o logrado por el envidiado, cuando en verdad la preocupación del envidioso es que sea el otro el poseedor de algo material o no que él no tiene. Los celos, en cambio, conforman una relación triádica que involucran al celoso, al rival y al ser amado ("Las estrellas, celosas, nos mirarán pasar", poetizaban Le Pera y Gardel). El motivo de preocupación del celoso no es el rival sino el amado, aquel cuyo amor (o afecto, o alta estima) se teme perder en la medida en que un rival (las más de las veces, imaginario) puede poner en peligro la relación privilegiada y exclusiva que el amante mantiene con el amado. La imaginación es tan esencial a los celos que Proust la compara con un historiador sin documentos, pues los elementos probatorios son exigidos recién una vez que se comprende haber caído en un error (piénsese si no en Otelo, que comprende tardíamente, ante el cadáver de la fiel Desdémona, la trampa que le ha tendido un Yago ahogado en la envidia).

Aunque no es un axioma. Tanto se juegan los mecanismos imaginarios del yo que la pérdida es menos humillante si se es abandonado por un rival percibido como superior o por quien parece merecer más esa relación: cuando Camilla abandonó a su marido, el señor Parker Bowles tal vez habrá sentido que, al fin y al cabo, no era tan humillante ser desplazado por el príncipe de Gales -sin entrar a discutir los (controvertidos) méritos de Carlos- como por un jefe de oficina pedestre. Y como prueba del papel de la autoestima, en ausencia incluso de todo glamour, se señala la asimetría subjetiva sentida cuando se es abandonado por otro y cuando se es abandonado sin la sospecha de un tercero, cuando el adiós se vive con dolor pero sin celos.

El filósofo Georg Simmel distinguió un fenómeno intermedio entre la envidia y los celos: el deseo envidioso de poseer algo o a alguien, no porque sea especialmente deseable para el sujeto, sino porque es de otros; reacción emocional que puede expresarse de dos formas que reniegan, una y otra, de lo deseado: una es renunciar al objeto ("ya no me importa"). La otra forma es la indiferencia (la célebre fábula de la zorra y las uvas) o hasta una aversión al objeto ("lo odio"). Y en una u otra de sus formas, sentir horror ante el mero pensamiento de que otro pueda poseerlo ("prefiero verlo destruido antes que otro lo posea"). Simmel advertía que quien se siente abismado en un deseo envidioso puede no desear poseer el logro codiciado, y en caso de que pudiese llegar a poseerlo, ni siquiera podría disfrutarlo, pero no soporta que otro lo disfrute. Envidia el yate de uno aunque sufra de mareos y la avioneta de otro aunque sienta vértigo.

El envidioso no tiene un interés genuino en que algo valioso en poder de otra persona le sea transferido a él, aun cuando querría ver al envidiado robado, desposeído, humillado o lastimado. Si lo que envidia es el prestigio, el talento o la belleza, puede cobijar el deseo de que el envidiado pierda ese prestigio, ese talento o esa belleza, a sabiendas de que lo perdido no será de nadie. En contrapartida, dado que el envidioso sobrevalora y hasta idealiza lo envidiado, enfrentado a un disvalor o a algo que le resulta indiferente, no poseerlo no erosiona su autoestima. Más aún, si otro se destaca en una habilidad o posee un objeto escasamente valorado por el envidioso, hasta puede provocar un sentimiento opuesto a la envidia: si un amigo es campeón de truco o en el juego de tejos, puedo sentirme orgullosa de él. E incluso voy a mirar con simpatía su colección de caracoles.

Cautivos del resentimiento
Prosiguiendo la línea trazada por Simmel, Melanie Klein observa en Envidia y gratitud que el envidioso persigue destruir a su víctima en su capacidad creadora y de goce, pues no puede soportar que un otro posea algo y él no lo posea. Intenta, entonces, denigrar y hasta destruir al otro para autoafirmarse en su narcisismo.

El resentimiento posee otra naturaleza. En las esclarecedoras páginas de Resentimiento y remordimiento, es caracterizado por el psicoanalista y escritor Luis Kancyper como "el amargo y enraizado recuerdo de una injuria particular", una suerte de rencor del cual nace el deseo de venganza. A diferencia de la envidia, que procura destruir al objeto, "el impulso resentido no persigue destruir al objeto sino castigarlo", nutriéndose del deseo de recuperar una realidad imposible en la ilusión de un tiempo circular. Pero como no puede destruir al objeto, lo tiene que preservar y controlar para poder continuar vengándose de una herida narcisista y de traumas injustamente padecidos de los que intenta vengarse.

"Después... ¿qué importa el después? / Toda mi vida es el ayer que me detiene en el pasado, / eterna y vieja juventud que me ha dejado acobardado / como un pájaro sin luz", revelaba Homero Expósito, con belleza impar, una de las facetas más demoledoras de la condición humana. El peligro es que si el sujeto se queda detenido con su resentimiento a cuestas, el tiempo de ese pasado vivido como injusto anega las tres dimensiones del tiempo: el presente permanece obturado por la memoria del rencor (cerrándolo con sus frustraciones resignificadas y reactivadas una y otra vez) y el futuro obliterado, obstruido, por la pasión de la venganza.

¿La indignación dignifica?
Con el fin de poder ser aceptada por los demás y por nosotros mismos, la envidia suele mutar en otras figuras más decorosas. Puede, entre otras, metamorfosearse en indignación. Pero conviene distinguirlas: cuando la superioridad de un rival, medida según estándares objetivos, es dolorosa pero se reconoce como justa, la envidia suele enmascararse tras la retórica de la reivindicación ante una injusticia. En contraste, toda vez que sentimos que, objetivamente, nuestra desventaja es tan inmerecida como injusta la ventaja del rival, no provocará envidia sino indignación. En otras palabras, una vez que los sentimientos hostiles son legitimados, la envidia residual se transmuta en indignación, sentimiento más apropiado y aceptable para el yo privado y público. Si mi rendimiento laboral es claramente superior al de mi compañera y pese a todo, la ascienden a ella porque es la favorita del jefe, la envidia por su ascenso se trastocará en indignación. Y de allí a la autocompasión media un solo paso, ya que apiadarse de uno mismo puede ser un remedio eficaz a la hora de eliminar toda comparación envidiosa que amenace la autoestima.

Metamorfosis
Si nos sentimos inferiores por una comparación poco ventajosa, ¿por qué no terminar por rendirnos a esta realidad? ¿Por qué no sentirnos felices por la superioridad del otro y, tomándolo como modelo, inspirarnos en él? Ese pasaje se prefigura en el lenguaje. Bordelois observa que el prefijo in- de in-vidia es ambivalente, pues puede significar tanto hostilidad como también "encerrar un secreto homenaje: en el fondo, la envidia es la mensajera nocturna de la admiración". Incluso Kierkegaard, quien consideraba la estupidez y la envidia como las dos grandes fuerzas de la sociedad, observó que "la envidia es admiración oculta. Un admirador que siente que la devoción no lo puede hacer feliz elegirá transformarse en un envidioso de lo que admira".

El envidioso es impulsado por una inferioridad presuntamente inmerecida, escudado en que esa situación subalterna no refleja su verdadero valor. Pero una vez que el objeto de la envidia es percibido claramente como superior al envidioso, ese mecanismo de defensa ya no funciona y, una vez eclipsada la hostilidad, la envidia puede ceder su lugar a la admiración. La diferencia entre una y otra es la que hay entre los antagonistas en una competencia (Federer versus Nadal) y los espectadores desinteresados que contemplan el torneo, capaces de admirar a los antagonistas sin envidia.

Otra de sus metamorfosis se produce cuando la envidia, devenida primero admiración, logra transmutarse en emulación -el deseo de evitar e incluso superar las acciones ajenas-. Por tortuoso que fuera el camino, el sujeto alcanza una emoción al servicio del yo pues, quien busca hacer lo que otro hizo, ya no vive cautivo de su odio. Y si bien la emulación requiere un rival, un competidor, éste no tiene que ser visto como un enemigo, y hasta puede tratarse de un amigo cuyo ejemplo estimula el talento propio.

Pero cuando los sentimientos de admiración y emulación fracasan, la envidia se metamorfosea en vergüenza. Mientras que la primera se bifurca entre el yo y el sujeto envidiado, la vergüenza nace en un yo defectuoso que concentra su atención en sí mismo, sin la presencia necesaria de una comparación subjetiva desfavorecedora. En particular, la vergüenza emana de tres fuentes: la vergüenza de sentir envidia y su sentido de inferioridad concomitante, la vergüenza de darse cuenta de que uno es culpable de su propia inferioridad y la vergüenza de sentir vergüenza. Nos resistimos a admitir su existencia porque socialmente es censurada y porque reconocer la propia envidia significa admitir, a fin de cuentas, nuestra condición paupérrima.

Así como la admiración y la emulación constituyen una salida socialmente aceptable a la envidia, y la vergüenza supone una dosis de sinceramiento, en el otro extremo del espectro moral se descubre un sentimiento tan abyecto que ni siquiera, en nuestro idioma, contamos con un término para designarlo. Schadenfreude es una palabra del idioma alemán que designa el sentimiento oculto de regocijo ante el sufrimiento o la infelicidad de otro.

Políticamente correctos
La antigua, rastrera e inequívoca palabra "envidia", que designa un proceso secreto y silencioso no siempre verificable, suele ocultarse tras la fachada más decorosa y políticamente correcta del "conflicto", conducta abierta y práctica socialmente aceptada. ¿Cuál es la diferencia que desautoriza a una y legitima al otro? Mientras que toda vez que aludo a la envidia debo aceptar que uno de los contrincantes es consciente de su inferioridad frente al otro, en cambio, cuando me dirijo a dos o más personas o grupos en conflicto, no necesito determinar quién es inferior.

Quizá fue la predilección de los sociólogos por los fenómenos observables la que condujo a la sustitución de la envidia por el concepto de "conflicto", empobreciendo numerosos aspectos de las relaciones sociales y humanas explicables en términos de envidia -una emoción muy primaria- pero no de conflicto. Se ha dicho, no obstante, que la sociología de la envidia pasa por alto que, entre el envidioso y el envidiado, no tiene por qué haber conflicto: lo irritante para el envidioso y lo que aumenta su envidia es su incapacidad para provocar un conflicto abierto con el objeto de su envidia.

Furia inmortal
Para distinguir la envidia justificable de la que no lo es, se distinguió entre la envidia a secas y la envidia "sana". Yo puedo envidiar sanamente el talento musical de una amiga, y ni remotamente deseo que pierda ese talento. Y en muchos otros casos de envidia "sana", las acciones del sujeto se dirigen a asegurar lo deseado para sí mismo, más que a minar al rival. Esas actitudes probarían la posibilidad de sentir una envidia exenta de connotaciones negativas.

A fin de cuentas, si nos detenemos en sus aspectos más benévolos, podemos tender sobre todas estas emociones indignas un manto de piedad: los celos son un mecanismo afectivo para preservar relaciones excepcionales y la indignación restablece momentáneamente la imagen del yo. Una envidia moderada ofrece una salida a la depresión, una ocasión para crecer y cierta esperanza en superar los obstáculos. Y hasta la envidia destructiva puede ser metamorfoseada en una competencia honorable y constructiva. No sólo eso: se ha dicho que la envidia conduce, en el espacio macrosocial, a un reclamo de justicia, a un igual tratamiento para todos: si uno no puede ser el favorito, nadie lo será. Un club de fans, por poner un ejemplo elemental, expresaría una acción común basada en que nadie puede tener al ídolo. Y hasta la solidaridad en la que se renuncia a un bien para que pueda ser compartido con otros ha sido vista como el efecto de una mutación forzada de la hostilidad original.

Por su historial deplorable, la envidia es una de las emociones más silenciadas de la condición humana. Y si se la desea analizar en su abismal profundidad, como se examina, en una suerte de vivisección existencial, un órgano con un escalpelo, se descubre que cuanto más oculta, más fascinante. El novelista Laurence Sterne ironizó cáusticamente que "la muerte cierra tras de sí la puerta de la envidia y abre la de la fama". Y mucho antes Aristóteles había sentenciado, a modo de consuelo escatológico, que los muertos ya no son nuestros rivales. Hasta solemos consagrarles todos los honores escatimados en vida mientras silenciamos sus vicios y miserias. Pero nada de lo pavoroso parece ajeno a lo humano. ¿Acaso la envidia de los muertos, rondando como espectros, no puede continuar acechando el reino de los vivos, perseguidos en la intimidad de su conciencia por esa furia inmortal que triunfa sobre el tiempo y la finitud?

La pereza

Ese estado de ánimo tan humano y peligroso. Una mirada filosófica e histórica sobre un síntoma que algunas culturas rechazan y otras enaltecen. El mandato religioso, la culpa moderna y el terror a no hacer nada. Escribe Diana Cohen Agrest. http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1238797

Blusas en lugar de camisas con botones. Cierre abrojo en lugar de de cremallera. Encendido electrónico de los mecheros de cocina en lugar del vulgar fósforo. Caja automática en los automóviles. El control remoto. La lista parece no tener fin, apenas nos ponemos a pensar en cuántas invenciones fueron creadas con el solo fin de alimentar nuestra humana pereza.

Igualmente pródigo es el Diccionario de la lengua española de la Real Academia cuando consigna toda una constelación de vocablos para aludir a ella. Semejante riqueza terminológica no se ocupa sino de agraviar al que la padece: negligencia, flojera, haraganería, molicie, desidia, descuido, dejadez, indolencia, inercia. No más laudatorio es hacia el "vago", definido como holgazán, perezoso y poco trabajador.

Con un matiz socialmente más aceptable, se acuñó el término "procastinar", con el que se nombra la manía de diferir la realización de tareas que deberían llevarse a cabo, las cuales suelen ser reemplazadas por otras actividades más irrelevantes pero más placenteras de realizar. De ella nos previene el refrán "No dejes para mañana lo que puedes hacer hoy". Y su uso -y abuso- es el pan nuestro de cada día: "Mañana me pongo a buscar trabajo" o "El lunes empiezo la dieta" pueden expresar un temor al fracaso, una personalidad perfeccionista que se sabe imperfecta, una baja tolerancia a la frustración, todas ellas condiciones de la existencia que explicarían este fenómeno. Como también lo es un exceso de autoconfianza, por ejemplo cuando, incrédulos, escuchamos decir: "Me pongo y en una semana preparo la materia para rendir".

Menos sofisticada, pero igualmente iluminadora, es nuestra "fiaca", retratada por Ricardo Talesnik en una puesta teatral estrenada en 1969 y llevada luego al celuloide. En La fiaca , Norman Briski encarnaba a un empleado de oficina que decide un día rebelarse frente a su rutina y no va a trabajar porque tiene "fiaca". "Tengo fiaca", confesamos descontando cierta comprensión en nuestro interlocutor. Tal vez porque la fiaca no es tomada por un rasgo de carácter sino como una condición transitoria y apenas una debilidad humana libre de condena. En cualquier caso, la ambigüedad valorativa de la pereza se manifiesta en su derrotero zigzagueante: elogiada o vilipendiada, la pereza suele ser tan reconocida como, las más de las veces, negada.

Pero esta miríada de formas y palabras para designarla debe distinguirse del aburrimiento y la depresión. Mientras que el aburrimiento, en su origen etimológico, refiere a abhorrere , el horror al desencadenamiento de un proceso de desorganización que impide desear, la pereza significa no desear lo suficiente como para poder desear. Y la palabra depresión proviene de depressus , abatimiento, y define un trastorno clínico tratable con una variedad de terapias que van desde el psicoanálisis hasta el Prozac, bautizado "la píldora de la felicidad". Es cierto que ya los monjes medievales descubrieron cierta proximidad entre ellos. Es más: a menudo se acompañan en una simbiosis autodestructiva. Pero por suerte no es un axioma. Si lo fuera, no podríamos deleitarnos gozosamente con la fiaca.

Noble linaje

En otros tiempos -cuando todavía no era asociada con la omisión de cualquier labor productiva- la pereza era una condición dichosa en la cual solazarse. Y aunque los filósofos en la Antigua Grecia no se ponían de acuerdo en el origen o en la naturaleza del cosmos, en cierta cuestión habrían alcanzado un consenso universal: el trabajo era una actividad aborrecible. Escribe Platón en su República cuando, como un arquitecto utópico, construye imaginariamente su ciudad ideal:

La naturaleza no ha hecho al zapatero ni al herrero; tales ocupaciones degradan a los que las ejercen: viles mercenarios, miserables sin nombre, que son excluidos por su mismo estado de los derechos políticos. En cuanto a los negociantes, habituados a mentir y engañar, serán tolerados en la ciudad como un mal necesario.

Sólo el hombre que goza del ocio es libre, porque sólo el hombre libre puede gozar del ocio. Esa aversión hacia la producción o el intercambio de bienes materiales fue adoptada por los romanos, quienes privilegiaron igualmente el otium sobre las actividades productivas. Cicerón se pregunta:

¿Qué puede salir de honorable de un negocio? ¿Y qué puede producir de honesto el comercio? Todo lo que se llama negocio es indigno de un hombre honrado... Los negociantes no pueden ganar sin mentir, y ¿qué hay más vergonzoso que la mentira? Por lo tanto, es necesario considerar como algo bajo y vil el oficio de todos los que venden su pena o su industria; puesto que cualquiera que cambie su trabajo por dinero se vende y se pone a nivel de los esclavos.

En un principio, el ocio era la práctica social por excelencia de los ciudadanos libres, mientras que el negocio era un lastre vergonzante reservado a los charlatanes sin cuna. Sin embargo, la novedad en la concepción romana del ocio consiste en la introducción del ocio de masas: pero aunque al circo romano asistía el gran público y se constituyó en el pasatiempo popular por excelencia, habría sido diseñado como un dispositivo de control social por parte de la clase patricia.

Esta visión exultante de la ociosidad privativa del mundo grecorromano sería opacada por las enseñanzas cristianas que hicieron de la pereza la fuente de incontables males.

La caída

Ese paraíso que hacía del ocio la suprema virtud de los seres libres llegó a su fin. No sólo el ocio se volvió pecado sino que muchos placeres terrenales tuvieron igual destino. Cierto monje y teólogo del siglo IV, Evagrio Póntico, enumeró por vez primera los que, en sus orígenes, eran ocho pecados capitales, ordenados en orden creciente de gravedad: gula, lujuria, avaricia, tristeza, ira, acedia, vanagloria y soberbia. Disconforme con el orden y calidad de los vicios, en el siglo VII Gregorio I añadió la envidia y eliminó la vanagloria (por su cercanía con la soberbia) y la acedia (por su semejanza con la tristeza). La lista presentada en su Moralia in Job , incluía la soberbia, la envidia, la ira, la tristeza, la avaricia, la gula y la lujuria.

El derrotero de los pecados no concluye allí porque la lista canónica, tal como la reconocemos hoy, cambió la tristeza por la pereza. Una de las razones alegadas es que se consideraba que la tristeza era algo demasiado vago para ser calificado de pecado mortal, apreciación que condujo a que la Iglesia la reemplazara por la pereza en el siglo XVII. Porque ya dos siglos antes, Tomás de Aquino señalaba que la tristeza o acedia aquejaba a los monjes a las cuatro de la tarde, cuando se exacerbaban la indiferencia abismal hacia sí mismo y hacia los otros y se desencadenaban el aburrimiento, la apatía y la inercia: dominado por una pasividad indolente que recaía en el descuido en las tareas religiosas, el monje estaba expuesto a este desinterés imputable a cierta tristeza y desesperación, rapidamente asimilado a la melancolía.

Pasaporte al infierno

Al igual que cada uno de los otros seis pecados, se pensó que la tristeza, acedia y, más tarde, la pereza, era la madre de una familia de pecados más livianos, entre otros, la holgazanería, la inactividad, la modorra, la inestabilidad y la locuacidad. Pero en el plano espiritual y religioso y desde su génesis misma, esos estados del alma no significaban un mal menor, pues suponían privilegiar el goce de los sentidos y el desprecio del trabajo espiritual.

En la dimensión teológica, el hombre tiene el deber no sólo de resistir al Mal, sino de hacer el Bien. Lo pecaminoso de estos pecados consiste no tanto en cometer una blasfemia contra Dios como en dejar de actuar a favor del Bien, permitiendo al alma vagar sin objetivos o sucumbir en una parálisis de la voluntad. Si hay una suerte de combate maniqueo entre las fuerzas del Bien y las del Mal, la inercia humana es la capitulación ante las fuerzas de la oscuridad, cuando el espíritu se sustrae de los propios pensamientos, talentos y deseos, apartándolos de la sociedad o del servicio a Dios. Es el drama de la historia y del mundo, toda vez que el progreso o el repliegue del Bien y del Mal dependen de las acciones humanas. Cuando un elemento de voluntarismo humano se concede a los hombres, o cuando los deberes con respecto a Dios o a la historia son necesarios para enfrentar el destino, la omisión de la acción aparece como un pecado. En otra teoría de la salvación como es el budismo, no hay Nirvana posible, no hay apaciguamiento de toda inquietud del espíritu, sin la contemplación, la inactividad y el retiro de la acción, sin la meditación liberadora de las ligaduras que nos atan al mundo y que reposa, cuando menos para una mirada occidental, en cierta forma de pereza.

El pecado de la acedia, asimilado a la tristeza, fue rebautizado como "pereza", la cual nunca pudo liberarse de esa carnadura pecaminosa, propia del espíritu que -ante la incapacidad de superar los obstáculos- huye del Bien. Pero existió una razón más poderosa que las razones de la fe que exigieron esa nueva clasificación de los pecados. El cambio aconteció cuando esa expresión poderosa de los espíritus melancólicos que caminaban por los pasillos conventuales abandonó el confinamiento de los claustros y se tornó una verdadera amenaza para el orden social.

El pecado anticapitalista

El cambio fundamental introducido por la Reforma fue su trasvaluación del trabajo, entendido como el ejercicio de la laboriosidad al servicio del individuo y de la comunidad, en el supremo deber moral de todo ser humano. Tal como señalaba Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo , las homilías hicieron de la pereza el pecado más pecaminoso. Como orfebres de las almas (y de los cuerpos), los pastores predicaban las virtudes del trabajo y tallaban la imagen del feligrés que consagra su laboriosidad a la glorificación de Dios en la Tierra. Toda resistencia a la acción se tornó una injuria contra el Señor pues, declara Weber, "lo que sirve para aumentar su gloria no es el ocio ni el goce, sino el obrar, por tanto, el primero y principal de todos los pecados es la dilapidación del tiempo".

Desde la lente moral del rigorismo protestante, la pereza es vista como el vicio que promueve el goce de las posesiones materiales y estimula el uso complaciente de la riqueza en tentaciones de la carne, frívolas y peligrosas. En esta atmósfera, la consagración absoluta al trabajo invade la vida pública y privada: "Perder el tiempo en la vida social, en lujos -describía Weber en estos términos el escenario cotidiano de ese entonces-, incluso en dedicar al sueño más tiempo del indispensable para la salud -de seis a ocho horas como máximo-, es absolutamente condenable desde el punto de vista moral".

Con el florecimiento del capitalismo y la irrupción de la Revolución Industrial, la indolencia se secularizó, en la medida en que perturbaba el progreso material e inhibía la virtud de la diligencia. Se transmutó en un pecado hacia un tiempo mensurable, uniforme, cotidiano, no reversible: el tiempo del reloj. Si la pereza es el pecado que se define en relación con la pérdida de tiempo y nada hay más preciado que el tiempo, en la vida profana, el tiempo es oro y la pereza se torna un pecado contra la ética capitalista del trabajo.

Los biempensantes

Esa enseñanza perdura aún hoy, cuando se cree que todo aquello que hace que la vida valga la pena de ser vivida suele ser expulsado del reino de la pereza: el desafío, el estrés, el deseo, la iniciativa y el regocijo de usar el propio talento para vencer las fuerzas que se nos oponen. Por añadidura, el trabajo como promesa de felicidad, como apuesta al futuro, supone una recompensa: el merecido descanso. Todavía compartimos la idea de que el ocio, definido ya como un impasse en el trabajo, ya como tiempo libre o como diversión u ocupación reposada, en cualquier caso parece ser un derecho bien ganado. En cambio la ociosidad, portadora de un matiz innegablemente peyorativo, es definida como el vicio de no trabajar, perder el tiempo o gastarlo inútilmente.

En "De la ociosidad y el deber de combatirla", Kant recoge estos matices y señala una distinción interesante entre la ociosidad y el ocio del jubilado que "no tiene nada que ver con la desidia", o lo que es lo mismo, entre el ocio asimilable a la pereza y el llamado "ocio merecido". El último es un derecho que supone, en sus palabras, "la coronación de una vida activa"; la ociosidad, en cambio, es siempre viciosa, porque "son las acciones, y no el goce, las que hacen al hombre experimentarse como un ser vivo. Cuanto más ocupados estamos, más vivos nos sentimos, cobrando mayor conciencia nuestra vida... El valor del hombre estriba en la cantidad de cosas que hace". Fiel a la directriz que vincula la economía con la ética, Kant nos advierte que mientras que la ociosidad atenta contra el trabajo productivo, el ocio es una necesidad vital que compensa el trabajo cumplido.

El ideal del homo laborans que alentó el desarrollo del capitalismo fue ennoblecido por quienes proclamaron los ideales de la Revolución Francesa. De allí en más, las fortunas heredadas o la pertenencia a un linaje apenas importarían porque el mundo ofrecería una oportunidad a los triunfadores.

El derecho a holgar

Ese statu quo que afianzaba la fe en el trabajo y consideraba el ocio una recompensa bien ganada tuvo un nuevo giro en el siglo XIX. Aunque se suponía que las máquinas iban a reducir el trabajo, el efecto fue diametralmente opuesto: el trabajo se incrementó. Pues en lugar de reducir el tiempo consagrado a la producción de bienes, el excedente condujo a la búsqueda de nuevos mercados donde podría ser comercializada una sobreproducción hecha realidad gracias a un proceso productivo que se retroalimentaba a costa del trabajo asalariado.

En ese escenario, las luchas obreras bregaban por la legalización de la reducción de la jornada a diez horas. El mismo Karl Marx anticipó la transformación social del trabajo, profetizando un incremento del tiempo libre que emanciparía, finalmente, a los hombres de la necesidad y brindaría a los trabajadores la oportunidad de desarrollar su creatividad. Sin embargo, su visión del mundo no era la de un mundo indolente, sino la de un universo productivo donde se aboliría la división del trabajo pero no el trabajo como tal.

Pero en pocos años una voz tanto o más disonante intentaría desenmascarar los propios supuestos de la Revolución Socialista, animada por una idea tan revolucionaria como quimérica: la pereza -lejos de ser un pecado o un vicio- fue proclamada como un legítimo derecho individual. Es la tesis de Paul Lafargue, discípulo rebelde (y yerno) de Marx, quien compuso El derecho a la pereza , publicado en 1883, con el que impulsó un debate en torno al socialismo utópico todavía no resuelto, en una suerte de "antimanifiesto" en cuyas páginas defenestra el trabajo y defiende el placer como máximo objetivo de la clase obrera. Lafargue insiste en que, con o sin dictadura del proletariado, el trabajo asalariado es un vástago enmascarado de la esclavitud, y que lo que verdaderamente nos realiza es el ocio placentero.

Mientras que el Manifiesto del Partido Comunista -publicado en 1848 con las firmas de Marx y Engels- prometía que, con la revolución socialista, "los proletarios... no tienen nada que perder, como no sean sus cadenas", el yerno opositor da un paso más en el desocultamiento de los procesos capitalistas de producción, proponiendo una reducción radical del tiempo consagrado al trabajo y una exaltación del tiempo libre que se volvería realidad "si desarraigando de su corazón el vicio que la domina y envilece su naturaleza -proclamaba Lafargue-, la clase obrera se alzara en su fuerza terrible para reclamar, no ya los derechos del hombre, que son simplemente los derechos de la explotación capitalista, ni para reclamar el derecho al trabajo, que no es más que el derecho a la miseria; sino para forjar una ley de hierro que prohibiera a todo hombre trabajar más de tres horas diarias". Su propuesta auguraba un mundo nuevo: una jornada laboral máxima de tres horas y mejoras en el poder adquisitivo. Con esa estrategia que aunaría el goce de un abundante tiempo libre con un incremento de los ingresos, la clase obrera gozaría de más tiempo para consumir más bienes. Valiéndose de la implementación de una política laboral de este tenor, se favorecería el consumo interno y, a su vez, se eliminarían las crisis de superproducción periódicas resultantes de la introducción de la maquinaria en el proceso productivo.

Para los ideólogos del ocio, la emancipación del trabajo esclavo fue la promesa de un nuevo hombre, creativo, activo y humanista. Ese hombre nuevo erigiría una nueva deidad -invocada por un Lafargue con algo de revolucionario y con mucho de poeta romántico-, a la cual dedicó una disruptiva plegaria: "¡Oh Pereza, apiádate de nuestra larga miseria! ¡Oh Pereza, madre de las artes y de las nobles virtudes, sé el bálsamo de las angustias humanas!"

Lo cierto es que, en su antimanifiesto, Lafargue no sólo atacó unas cuantas tesis de su célebre suegro, sino que develó panfletariamente una realidad que, como sus discípulos antisistema del siglo XXI confirman, continúa vigente.

La fiaca antisistema

Amparadas en la llamada "ética del trabajo", las buenas conciencias se sienten tranquilas a sabiendas de que obedecen cierta norma de vida que conlleva dos premisas implícitas: si se quiere obtener lo necesario para vivir y alcanzar la felicidad, hay que hacer algo que pueda ser recompensado con un pago a cambio. Y trabajar es una actividad noble que jerarquiza a quien la ejerce y es moralmente perjudicial no hacerlo.

Pese a su prestigio, el concepto mismo de "ética del trabajo" no está libre de sospecha. En el universo corporativo, la ética, "palabra-detergente, se usa en todo momento para lavar las conciencias sin frotar", denuncia con impiadoso sarcasmo la francesa Corinne Maier en Buenos días, pereza, un best seller que conmocionó en 2004 el mundo empresarial. La crítica de Lafargue a la hipocresía burguesa, que hace del trabajo la suprema virtud y desenmascara el ocio creador como privilegio reservado a la clase dominante y fundado en la explotación de los asalariados, tendría esta discípula corporativa.

Su programa de acción, tan confrontativo como el de Lafargue, aunque aggiornato , se orienta a contrarrestar, solapadamente, el sojuzgamiento fagocitador que, en nombre de la ética empresarial, se ejerce sobre la masa corporativa. Su proclama parte de la premisa de que la empresa no es animada por ideales humanistas:

¡Oídme bien, ejecutivos medios de las grandes sociedades! Este libro provocador pretende "desmoralizaros", en el sentido de haceros perder la moral. Os ayudará a utilizar en vuestro provecho la empresa que os emplea, a diferencia de lo que ocurría hasta ahora, que era ella la que se aprovechaba de vosotros. Os explicará por qué trabajar lo menos posible redunda en vuestro interés y cómo se puede minar el sistema desde el interior sin que se note.

El teatro de operaciones de la pereza puede ser la empresa, organizada según condiciones productivas, en cronogramas preestablecidos y sujetos a rituales tan rígidos como impersonales, donde se da por descontada la consagración de los cuadros inferiores y medios de la empresa a su tarea. No obstante, este escenario corporativo difícilmente pase de ser un imaginario colectivo de lo que debería ser, idealmente, un lugar de trabajo. Porque la pereza no se muestra allí frontalmente, su combate no es abierto ni revolucionario, sino que se manifiesta en actos de interrupción e interferencias, las más de las veces indetectables.

Frente a la lógica productiva empresarial, Maier nos advierte la "moraleja de esta historia: si trabajas en una empresa, aunque no tengas nada que esperar, tendrás en cualquier caso algo que temer". Y aunque así lo exija el Homo economicus cretinus , no es cuestión de sucumbir al karochi , la muerte brusca que fulmina a los ejecutivos japoneses, ni al burn out , el estrés laboral que condujo a una epidemia suicida entre los ejecutivos de France Telecom. A modo de último recurso en legítima defensa, Maier recomienda perfeccionar el arte de no hacer nada: permanecer en la oficina hasta más tarde para hacer llamadas telefónicas personales, leer el diario, navegar por Internet o ingresar en las redes sociales (aconseja no salir jamás al pasillo sin un expediente bajo el brazo, porque las manos vacías pueden despertar la sospecha de que se va al bar). Y hasta simular que se lleva trabajo a casa, para transmitir la falsa impresión de que uno vive y hasta puede dar la vida por la empresa. La ideología fomentada en los valores corporativos durará un tiempo pero, concluye Maier remedando a Stalin, "la muerte siempre gana. El problema es saber cuándo".

Más dinero, más trabajo

La simulación desembozada alegremente en Buenos días, pereza no es sino una reacción intracorporativa a quienes ocupan los cargos gerenciales de alto nivel, los mismos que, como se suele decir, no trabajan para vivir sino que viven para trabajar. Es entendible que quien está compitiendo por un puesto o por un ascenso con otros aspirantes que consagran gran tiempo de su vida al trabajo, si desea "ascender", tiene que sacrificar al menos la misma cantidad de horas para contar con la posibilidad de ser seleccionado. La dinámica de la competencia puede conducir a la autoexplotación y llevar a que decrezca el tiempo libre, aun si los ingresos aumentan. Pero esa misma dedicación al trabajo se comprueba en individuos que alcanzaron un nivel de vida que les permitiría vivir holgadamente sin trabajar. La pregunta del millón, entonces, parece ser: ¿por qué, una vez que se cuenta con una abultada cuenta bancaria, se trabaja cada vez más, en lugar de abandonarse a la pereza?

La respuesta dista de ser simple. Por empezar, el deseo de reconocimiento y de poder son dos factores indeclinables. En Discretionary Time. A New Measure of Freedom , Robert E. Goodin observa que "estar ocupado" es un símbolo de estatus. Otra de las respuestas es de índole macroeconómica: cuanto más tiempo se consagra al trabajo, en principio, se debería ganar más dinero y se podría gozar de un mayor nivel adquisitivo (pudiéndose adquirir mayor número de bienes tangibles e intangibles, incluido el tiempo libre). Y por último, cuanto más se trabaja, más se gasta; y cuanto más se gasta, el consumidor se habitúa a gastar más, por lo cual necesita trabajar más (salvo que se viva de rentas heredadas o de la "timba" financiera). A semejanza de los adictos que desarrollan cierta tolerancia a las drogas, los consumidores necesitan dosis adicionales para mantener cierto nivel de satisfacción. Como el jugador empedernido en el casino, a medida que se gana más dinero, se siente la necesidad de ganar todavía más, exigiéndose entonces mayor dedicación horaria al trabajo. Esta vorágine adictiva socava, de más está decir, el goce de no hacer nada.

La otra cara del mundo corporativo y del deseo de riqueza perennemente insatisfecho son los "perezosos" forzados, los expulsados del mercado laboral. Cuando la incertidumbre prospera en un mundo donde las multinacionales no tienen ni siquiera un territorio (pues son una suerte de trotamundos que hacen del mejor postor o de los paraísos fiscales su efímera patria), cuando esas multinacionales pueden tornarse aves de rapiña que, una vez que un país anfitrión ya no sirve a sus intereses, levantan su vuelo en busca de otros horizontes, allí aparecen los costos de la impiadosa economía globalizada, tal como señala Zygmunt Bauman en Vidas desperdiciadas . Entre los expulsados prematuramente del sistema, víctimas "colaterales" si las hay, los más afortunados son antiguos trabajadores que, por la movilidad de las empresas, han perdido el trabajo y no logran reinsertarse en el mercado laboral tradicional, pero generan la proliferación de empleos atípicos: de tiempo parcial, trabajos temporarios, con horarios flexibles, teletrabajo.

Los ciberociosos

Pero no es el único sentido en que el trabajo ya no es lo que era. En Burbujas de ocio , Roberto Igarza advierte que el trabajo y el ocio como estrategia colectiva de realización ya no se oponen. Y fundamentalmente, se derribó la frontera entre el trabajo y el hogar, la vida pública y la privada, entretejidos cada vez más (el teletrabajo, las oficinas móviles, son una muestra apenas incipiente).

En este nuevo marco, la distancia entre la ociosidad y el ocio, hoy más que nunca, parece borrarse. En la era digital, la hiperconectividad creó nuevas formas de comunicación interpersonal. Si nos introducimos en el ocio que se vale de las nuevas tecnologías, observa Igarza, el límite se desdibuja más porque el cibernauta usa los tiempos intersticiales en sus horas de trabajo para ingresar en las redes sociales o en servicios de uso personal. En particular, la esfera productiva es invadida por los vínculos sociales privados y por el esparcimiento: mandar SMS, el chateo, el envío de una tarjeta de feliz cumpleaños, dejar un comentario en el blog de un conocido, sacar entradas para un recital, para el teatro o hasta pasajes aéreos, o simplemente, tentarse con la infinidad de presentaciones de PowerPoint que recibimos intermitentemente (en cadenas que cubren desde la adhesión a denuncias políticas o a presuntas causas humanitarias hasta mensajes que prometen fortuna, so pena de ser maldecidos con siete años de mala suerte si uno, sacrílegamente, corta la cadena). Una vez invadido el tiempo laboral, ¿dónde termina el otium y donde comienza la ociosidad? Por cierto, parecen demasiado imbricados como para ser distinguidos.

Pero desde tiempo atrás, cuando ni se soñaba con el ciberespacio, uno de los mayores desafíos fue cómo "llenar" el tiempo ocioso cuyo logro cristalizaba parcialmente la aspiración (en su nacimiento tenida por utópica) de reducir las horas de trabajo. Cuando se descubrió que el ocio también era una suerte de mercancía de la cual se podía sacar provecho, se crearon espacios de esparcimiento destinados a satisfacer nuevas necesidades, pues tal como Hannah Arendt observó en La condición humana , "el tiempo de ocio del animal laborans siempre se gasta en el consumo, y cuanto más tiempo le queda libre, más ávidos y vehementes son sus apetitos". Las actividades del tiempo libre (el turismo, el consumo cultural, el culto del cuerpo y la recreación) inauguraron desacralizados rituales. Hoy más que nunca, los recitales de rock, la asistencia a los cines y los estadios deportivos, las maratones, el consumo indiscriminado de revistas y de horas de televisión están plagados de usuarios recreacionales que buscan "matar el tiempo" (cuando, en rigor de verdad, es el tiempo el que nos mata). Pues no es raro que, en nombre del esparcimiento, se estimulen agendas agotadoras que terminen por ser tanto o más alienantes que las jornadas laborales: unas vacaciones all inclusive se promocionan con un cronograma imposible de cumplir. La paradoja es que la pereza parece desprovista de todo interés y apenas atractiva para quienes persiguen emociones más estimulantes. Al mismo tiempo, por su carácter transgresor, puede ser una maldición pero también una bendición deshacerse del teléfono móvil, de la agenda electrónica, de las agendas de cualquier clase.

Es verdad, sin embargo, que otro paradigma posible es hacer del ocio una oportunidad para desarrollarnos social y colectivamente, escogiendo actividades que enriquezcan los proyectos personales, como sujetos comprometidos con el mundo y no como meros espectadores pasivos de lo que nos toca vivir.

Apología de la pereza

Al trabajo fuimos arrojados por un castigo bíblico. Cuando la pareja primordial desobedeció el mandato divino de no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, Adán y Eva no sólo fueron expulsados del Paraíso sino que, como si no bastara con semejante maldición, Jehová castigó al hombre con el deber de ganarse el pan con el sudor de su frente. El estigma que unió al hombre con el trabajo perdura todavía hoy. Y en defensa del imperativo divino, aún se cree -tal vez a modo de consuelo de esa pérdida transgeneracional- que mientras que la pereza deshumaniza al ser humano, el trabajo lo humaniza.

Tal vez como un resabio tardío de lo perdido, se descubre en la pereza cierto aspecto paradisíaco que nos seduce. A fin de cuentas, el mismísimo Jehová nos aleccionó con su pereza ejemplar: tras seis días de trabajo, el séptimo descansó... y era Dios. Nosotros, ni cortos ni perezosos (nunca mejor dicho), frágiles y culpógenos, multiplicamos el castigo bíblico hacia ámbitos insospechados hasta para el mismísimo Creador: "debería adelgazar", "debería levantarme más temprano", "debería hacer gimnasia", "debería dejar de fumar", "debería estudiar inglés", en una cascada de mandamientos profanos, creados por una creatura que ni Dios pensó tan vulnerable. Una retórica del deber tanto o más constrictiva que la consagración del monje que se resiste a la pereza. Porque en cuanto autoimpuesta, ni siquiera nos hace falta esperar otra vida para recibir el merecido castigo sino que, mucho más eficaz, la ruina nos amenaza, por decirlo de algún modo, hic et nunc . El costo existencial de menospreciar el valor de la pereza es someternos sin descanso a imperativos que dirigen nuestras vidas, imponiéndonos metas las más de las veces triviales que cercenan nuestros deseos más genuinos.

No se trata de perpetuar el no hacer nada, ni siquiera de endiosar un dolce far niente que, con el correr de los días, lo más probable es que nos suma en un sopor insoportable. Pero sí de tener la sensibilidad, llegada la ocasión, de ser capaces de cultivar la pereza, como se cultiva la amistad o el amor. A fin de cuentas, ¿por qué no dejarse llevar, de tanto en tanto, por el regocijo de la actividad de la no actividad, por el goce útil de lo inútil que se parece, si la hay en alguna parte, a la libertad? ¿Por qué no sucumbir a ese ocio adánico?

Si aceptamos que, más que un pecado mortal, la pereza es una experiencia humana, tal vez sea ése el primer paso para terminar aceptándonos como somos, sin luchar codo a codo para demostrar nada a nadie. Por empezar, ni siquiera a nosotros mismos.

La derrota de la vergüenza

Unos la concibieron como el sentimiento que nos invade cuando somos descubiertos en conductas reprobables; otros pensaron que es una señal de alerta de que determinadas conductas nos apartan del ideal al que aspiramos. Inherente a la condición humana, la capacidad de avergonzarse parece hoy derrotada, aun en sus aspectos positivos, por una cultura que ha eclipsado el pudor y privilegia la exhibición indiscriminada de la intimidad.
Por Diana Cohen Agrest
Para LA NACION - Buenos Aires, 2010


"Los dos, el hombre y la mujer, estaban desnudos, pero no sentían vergüenza" (Génesis 2,25) . Tras la Caída, "se abrieron sus ojos y descubrieron que estaban desnudos. Por eso se hicieron unos taparrabos, entretejiendo hojas de higuera" (Génesis, 3)

"-¿Es verdad que Dios está en todas partes? -preguntaba una niña pequeña a su madre-. Porque a mí me parece indecente." (Nietzsche, La gaya ciencia )

Una vez expulsados del paraíso terrenal, Adán y Eva sintieron, por vez primera, vergüenza. ¿Qué verdad les había sido revelada por la serpiente? ¿Por qué debieron entretejer hojas de higuera con el fin de cubrir sus sexos? ¿Por qué Dios censuraría su sexualidad cuando los órganos reproductores eran obra del Artífice de la Creación y en cuanto tales, "vio Dios que eran buenos"? ¿Qué simboliza esa mirada divina condenatoria del pecado original, mirada que, tal vez por su omnipresencia, encarna todas las miradas? ¿Y qué dice de nosotros, creadores del mito de la inocencia originaria?

Desde el relato del Génesis, tras el pudor ese impulso a cubrirse ante la posibilidad de exponer o evocar los genitales, no por nada eufemísticamente llamados "zonas pudendas"- se instaura la vergüenza en el mundo. Ni el animal ni el ángel podrían ser sus víctimas, porque es la condición humana la que se juega en esas reacciones a una reprobación hipotética o real. Pese a su proximidad semántica, pudor y vergüenza se diferencian en dos aspectos, pues no intervienen en el mismo momento ni con la misma fuerza: mientras que el pudor precede a la mala conducta o a la infamia, la vergüenza las sucede. Y mientras que el pudor es una inhibición pasajera y volátil, la vergüenza es un sentimiento tan poderoso que logra paralizarnos. Por ser un signo que preanuncia la vergüenza, el pudor puede impedir la aparición de esta última: al intervenir en el acto, evita en un mismo gesto el escándalo objetivo y la vergüenza, que es su sanción subjetiva.

El pudor como antesala de la vergüenza y, por sobre todo, el ocaso del uno y la otra en el presente se vuelven un fascinante enigma por resolver. Porque interrogarnos por los albores de la vergüenza humana, confrontando este sentimiento ancestral con la consagración actual de la obscenidad, nos invita a ensayar una reescritura de la pérdida adánica desde un nuevo lugar: desde la cultura del exhibicionismo de la cual hoy parecemos cautivos.

Interpretaciones

Tan fácil parece secuenciar ambos sentimientos como complejo indagar los motivos últimos que explicarían la aparición de la vergüenza. Una vez instaurado en el mundo el sometimiento humano a la mirada -divina o humana, propia o ajena-, se gestaron diversas interpretaciones en conflicto sobre el sentido y fin de esa sombra amenazadora que se cierne con la vergüenza.

Unos la concibieron como el sentimiento que nos invade cuando somos descubiertos por otros en conductas ya reprobables, ya de mal gusto, porque lo cierto es que la posibilidad de ser blanco del ridículo, de un trato descalificador o del ostracismo social nos preocupa. Si somos vulnerables a las críticas de los demás, nos medimos según criterios que pueden no ser compartidos por nosotros, pero que nos importan porque nos importa el qué dirán. Es claro que esta posición, moralmente endeble, levantó una polvareda feroz: si la vergüenza depende de la mirada ajena, entonces ese sentimiento carece de todo valor moral, pues nos limitamos a obedecer las convenciones sociales que no elegimos personal y auténticamente. Porque de ser así, sentirse avergonzado implica reducir la moralidad a lo que la gente espera de nosotros: qué imagen ofrecemos, cómo somos percibidos, de cuán buena o mala opinión somos merecedores. Para dejar a salvo la moralidad, otros pensaron que la vergüenza es una señal de alerta de que determinada conducta nos aleja del proyecto de vida orientado al ideal que aspiramos a alcanzar. Estas interpretaciones contrapuestas se condensarían en una disyuntiva: o dependemos de la mirada ajena o somos agentes morales autónomos y, por lo tanto, indiferentes a la opinión de los otros.

Adoptar una u otra actitud no es moralmente trivial. Si dependemos de la mirada ajena, entonces pagamos el costo de ser arrastrados por mandatos de los cuales no somos autores (porque como somos vulnerables a las críticas, seguimos normas morales que nos son impuestas). Por el contrario, si establecemos nuestros propios criterios morales, entonces somos autónomos (y somos invulnerables a las críticas ajenas, porque seguimos normas morales que nos fijamos a nosotros mismos). Pero de ser así, la pregunta del millón parece ser si acaso es posible sustraerse de la mirada ajena.

Este debate filosófico en torno a bochornos y papelones -por cierto, las más de las veces tan padecidos como silenciados- es un desafío en cuya exploración bien vale aventurarnos.

¿Quién nos juzga?

El filósofo existencialista Jean-Paul Sartre afirmó que sentimos vergüenza ante la mirada de los otros toda vez que somos descubiertos in fraganti en situaciones vergonzosas en las cuales, una vez empantanados, pensamos menos en nosotros mismos que en cómo somos vistos por los demás. Con el fin de ilustrar esas vivencias tan peculiares asociadas al poder de la mirada, en un memorable pasaje de El ser y la nada , el filósofo imagina un episodio embarazoso que se despliega en dos actos. En el primero, doblegado por los celos, por interés o por vicio, "estoy mirando por el agujero de la cerradura". En ese agujero negro por el que observo y en el que me pierdo -continúa Sartre-, me reduzco a ser un "puro sujeto espectador, absorbido por el espectáculo". En el segundo acto de este drama inconcluso, "escucho pasos en el pasillo: me miran". El ruido inesperado denuncia una mirada intempestiva y, en su preludio, anónima, y con ella la presencia de un Otro ignorante de los sueños y las pesadillas que me impulsaron a un gesto que reconozco, en mi fuero íntimo, como degradante. Eclipsado como el sujeto que soy, reducido a "lo que el otro ve de mí", convertido en objeto y cosificado en lo más abyecto y despreciable, no me queda, entonces, sino admitir que soy como el prójimo me ve: vulgar, intrusivo. Y siento vergüenza de lo que soy, sentimiento que reconozco sólo a partir de esa mirada extraña cuyo autor es una subjetividad de la que se pueden esperar reacciones imprevisibles: complicidad, comprensión, pero también la reprobación o la censura. Una vez acorralado y a merced del Otro, tengo conciencia de mí mismo como un ser descentrado, que se estrella en esa heteronomía que amenaza con quitarme todo poder sobre lo que creo que soy.

La explicación de Sartre no es la única. Una enseñanza moral prudencial podría condensarse en una suerte de regla de oro: "Jamás hagas algo de lo cual sentirías vergüenza de hacer y haz siempre aquello de lo cual te sentirías avergonzado de no hacer". Esta proclama expresa cabalmente el pensamiento del filósofo John Rawls, quien sostuvo que sentir vergüenza no necesita de otro, ni real, ni imaginario. Porque no es la mirada del otro la que nos importa, sino el ideal moral conforme al cual intentamos vivir, y es en función de ese ideal como medimos nuestra autoestima. Por cierto, ese modelo puede expresar o bien una moralidad social convencional (la madre Teresa de Calcuta) o bien un modelo construido a partir de valores personales, no necesariamente compartidos por otros. En este caso, ese ideal del yo puede plasmarse con una argamasa de valores insospechados: en su Correspondencia , Madame de Sévigné narra la historia de Vatel, un eximio cocinero consagrado a lo que hoy llamaríamos la organización de eventos. Poco tiempo después de que en 1671 se ofreciera al servicio del príncipe de Condé, el noble invitó a Luis XIV y a toda la corte de Versalles a una gran fiesta de tres días y tres noches que tendría lugar en su palacio, y le encomendó a Vatel que todo saliera a pedir de boca. Según el testimonio de Madame de Sévigné, un estresado Vatel sobrevive doce días y doce noches sin pegar un ojo. Durante la prolongada celebración, enloquecido por la tardanza en el arribo de las cargas de pescado, Vatel se convence de que el banquete está condenado irremediable y previsiblemente al fracaso. Y ese fracaso es su fracaso. El sentido del honor del cocinero puede más: fija una espada en la manija de la puerta de su aposento y, embistiendo contra ella un par de veces, consigue ser atravesado por su filo y provocarse una muerte tan incomprensible para los otros como coherente con su itinerario existencial. ¿Acaso la vergüenza del cocinero fue vergüenza ante sí mismo y ante un ideal moral de excelencia hecho trizas? ¿O su vergüenza, más bien, señalaba que no podría sobrevivir a la pérdida de su reputación?

Inmediatamente, el perfeccionismo de Vatel y el rol atribuido a los ideales morales personalísimos en la vergüenza fueron puestos bajo la lupa. Al fin y al cabo, la mirada ajena se nos impone, con o sin nuestro asentimiento. Y cuando nos detenemos a pensar por qué solemos sonrojarnos, los motivos parecen demasiado distantes de presuntos modelos morales que encarnarían valores superiores. Los temores primarios asociados a la vergüenza suelen ser mucho más banales: sentimos horror ante la idea de ser ridiculizados o de ser víctimas de la calumnia o de ser el blanco de la infamia o de ser tratados despectivamente. O de una mancha delatora o de un olor que nos traiciona o de unos dientes jamás doblegados por la ortodoncia. Incluso basta un acento extranjero o hasta una palabra fuera de lugar, como el consabido diálogo "¿Es su hija? No, es mi mujer" (no por nada un antiguo proverbio griego, tan vigente como entonces, sentenciaba: "Cuando pienso en lo que dije, siento envidia de los mudos").

Para sortear la objeción de que la vergüenza depende sólo de la mirada ajena, se arguye que es un sentimiento que asoma ante la mirada de otras personas reales, aunque internalizadas. Bernard Williams, un filósofo contemporáneo propulsor de esta explicación social de la vergüenza, declara que se suelen invocar dos errores, uno estúpido y otro más interesante. El error estúpido consiste en suponer que reaccionamos con vergüenza cuando somos descubiertos por algún otro en una situación indigna, cuando en verdad, acota el filósofo, la vergüenza no aparece solamente porque somos "pescados" in fraganti : cuando se es descubierto mirando a través de la cerradura, discrepa Williams, se siente vergüenza no tanto por ser observado espiando sino por lo vergonzoso que es el acto como tal, exista o no un observador real. Pues basta un observador imaginario internalizado como disparador de la vergüenza: puedo avergonzarme con sólo imaginar que, de estar viva, mi abuela me censuraría al verme robar en un negocio de ropa. Pero, prosigue Williams, se suele cometer un error más interesante: creer que la vergüenza puede ser no sólo cuestión de ser visto, sino de ser visto por un observador portador de una mirada reprobatoria cuando, en rigor de verdad, piensa Williams, esa mirada no tiene por qué ser crítica. Un ejemplo que puede traerse a cuento es el citado por el filósofo alemán Max Scheler, el de una modelo que solía posar para un pintor hasta que, cierta vez, sintió vergüenza al percibir que era observada por el artista como un objeto sexual. Por otra parte, señala Williams, podemos no sentirnos avergonzados cuando somos vistos en una situación lamentable o ridícula, si somos vistos por un observador cuyas opiniones nos tienen sin cuidado. Porque un agente moral maduro, concluye, sólo sentirá vergüenza por las críticas morales que reflejan las propias, o por lo menos cuando se invocan criterios éticos a su juicio dignos de respeto.

Además de la estrategia de Sartre, la de Rawls y la de Williams, hay aun otra estrategia posible según la cual si se depende de la mirada ajena, el mismo individuo que, por ejemplo, no ve nada malo en comprar servicios sexuales poco convencionales, se siente avergonzado cuando tiene la mala suerte de aparecer en una foto publicada en el diario donde se lo ve jugueteando alegremente con travestis. Uno de los azares de comprometerse en una práctica social es que se corre el riesgo de ser criticado y hasta ridiculizado por gente cuya tabla de valores no coincide con la nuestra, pero cuyos comentarios nos importan por su procedencia, por quienes sostienen esos valores. En un grupo donde se respetan las jerarquías a rajatabla, la opinión de un superior tiene peso (ya sea por el valor intrínseco que se le atribuye a la experiencia o a un puesto de poder, ya sea por las consecuencias a las que puede conducir el ejercicio de dicho poder sobre sus subalternos). Confrontado a esas expectativas, aun cuando uno piensa que no tiene de qué avergonzarse, sin embargo puede tener razón en sentirse avergonzado. Si mi director de tesis cree que yo robé un libro de la biblioteca, cuando en verdad no lo hice, puedo sentir vergüenza pese a mi inocencia.

De más está decir que las normas sociales pueden preservar en la esfera privada actos que no son naturalmente vergonzosos y, arbitrariamente, pueden alentar la difusión de otros que sí lo son: aquello que provoca la vergüenza en el Jardín del Edén podría no provocarla en Sodoma y Gomorra. Las costumbres, por su parte, inciden en la calificación de lo vergonzante. En ciertas culturas, lejos de cubrirse con hojas de higuera, el cuerpo suele exhibirse sin discriminar entre zonas privilegiadas que pueden ser expuestas y otras destinadas a ser ocultadas. En esas tierras, narra con fina ironía Jean Baudrillard, "cuando el blanco interroga al indio por qué vive desnudo, el indio, con una lógica implacable, responde: ´En mi tierra, todo es cara´".

La versatilidad de la vergüenza es tal que no se agota en los casos en que quien causa la vergüenza es el mismo que la padece. También podemos sentir vergüenza ajena toda vez que somos testigos involuntarios de un acto y nos hacemos cargo de una vergüenza que brilla por su ausencia en quien la provocó. Un amigo pasado de copas puede decir barbaridades que nos avergüenzan tanto que sólo atinamos a pensar: "Tragame tierra". Impensadamente, nos vemos involucrados en la escena como espectadores y hasta como copartícipes de una situación que preferiríamos no compartir, pues la rechazamos y hasta la despreciamos. En la vergüenza ajena, sin embargo, se reconocen grados de responsabilidad que moderan nuestras reacciones: cuando se trata de un acto accidental (la súbita rotura del cierre de un pantalón, demasiado comprimido por los kilos que intentaba contener), ese sentimiento puede incluso promover la piedad. La simulación de no haber percibido el percance cubre con un manto de elegancia una situación a todas luces vergonzante.

La vergüenza ajena será el recodo que nos oriente hacia una nueva interpretación de este sentimiento, concebido esta vez como cierto mecanismo que nos ayuda a preservar ciertas cuestiones que deben permanecer en el círculo de nuestra intimidad.

Otra interpretación

¿Acaso la vergüenza no es una respuesta espontánea que nos invade toda vez que dejamos "filtrar" algo de nuestra esfera íntima que preferiríamos no mostrar? De ser así, la vergüenza podría ser una reacción del sujeto tras la exhibición de un aspecto de su intimidad que preferiría haber ocultado porque pone en riesgo su autoestima. A fin de cuentas, a diferencia de otros seres vivos, contamos con cierta presunta capacidad para resistir nuestros impulsos inmediatos que nos permite elegir qué deseamos exteriorizar en nuestra conducta (cuando menos idealmente o como declaración de principios porque, en rigor de verdad, no siempre lo logramos). La autoexposición avergüenza sólo cuando se muestra lo que no se quiere mostrar o más de lo que se quiere mostrar o cuando se deja a la vista impulsos que uno no quiere exponer en público. La fuente de la vergüenza, entonces, no se encontraría tanto en la exposición física como tal sino en descubrirnos en desventaja. Cuando me quiero atar los cordones y se me bajan los pantalones, de más está decir que me siento un ridículo y siento vergüenza si alguien está mirándome, pero ese arrebato no se evapora si no hay nadie. Todo lo que se necesita, prosigue esta explicación, es que uno sienta que pierde un presunto control de la situación. En el ejemplo de la modelo artística que percibe, súbitamente, la mirada de deseo del artista, ese cambio subjetivo introduce una suerte de desprotección o impotencia frente a una mirada con una carga libidinosa no prevista. Si un adolescente se avergüenza de salir con sus padres, no es porque se sienta desacreditado por ellos, sino porque ser visto en compañía de sus padres -advertencia pública de que todavía depende de ellos- socava la autoestima asegurada por una imagen social que construyó frente a sus pares como la de un individuo independiente.

Este escenario tira por la borda la posibilidad de que la vergüenza dependa de cierta autoestima comprometida por el orden de la ética y la transgresión, según una constelación de valores y disvalores en función de los cuales orientamos nuestra conducta. Es cierto que se puede sentir vergüenza por haberse comportado de modo cobarde, soberbio, idiota. Pero estas descalificaciones de índole moral no juegan papel alguno en la autoestima. La vergüenza puede nacer sin tales juicios de valor porque muchos de nuestros defectos son, simplemente, la resultante de una conducta impulsiva donde dejamos al desnudo nuestra vulnerabilidad y fragilidad.

El dios voyeurista

El Génesis narra el acontecimiento primordial de la vergüenza valiéndose del mito de una inocencia originaria que antecede a la constitución de una subjetividad no manchada aún por el pecado. Según la lectura de san Agustín en La Ciudad de Dios , antes de la caída, los genitales no eran excitados por la lujuria sino movidos por la voluntad humana. Y en virtud del sometimiento genital a esta facultad del alma, no eran vergonzosos. Cuando a instancias de la serpiente, Adán y Eva comen del fruto prohibido, Dios, comportándose como una especie de detective divino, dedujo que sus creaturas habían desobedecido. Entonces el Todopoderoso destruyó de una vez para siempre la armonía entre la voluntad humana y su corporalidad, soliviantando el cuerpo, que ya no obedecería a la voluntad, así como el hombre no había obedecido a Dios. La rebelión de la carne testimonia la rebelión de la criatura, quien pierde el dominio de sus órganos, el control de la erección en los hombres y de las secreciones en la mujer, con lo que nuestros órganos sexuales se vuelven un motivo de vergüenza. De allí en más, ese castigo ejemplar se transmitiría de generación en generación, pues la insubordinación del hombre hacia Dios fue castigada hasta el fin de los tiempos por una correlativa insubordinación de la carne al hombre.

David Velleman se vuelve hacia la lectura agustiniana para reinterpretarla. A diferencia de la lectura de Agustín, Velleman no cree que el texto del Génesis sugiera que la vergüenza adánica fuera el resultado de una suerte de reingeniería de la constitución física (la erección y secreción cuasimecánica de las partes genitales). Al prohibirles comer del árbol, Dios no les prohíbe usar sus genitales (porque de ser así, ¿para qué los habría creado?). Pues lo que la ingesta del fruto prohibido les reveló a Adán y Eva fue una vulnerabilidad y una fragilidad radicales que debían ser preservadas en la intimidad. Y su sexualidad fue un aspecto entre otros por resguardar.

Con este giro, nos es posible ver con una nueva luz la asociación de la vergüenza con la genitalidad. El conocimiento sexual impartido por la serpiente fue la idea de la privacidad: los genitales se volvieron vergonzantes cuando se descubrieron como esenciales a la intimidad, al deseo o no deseo de exhibir el deseo. El impulso de cubrir la desnudez no expresa tanto la necesidad de ocultar algo cuya exposición puede provocar desaprobación como el propósito de preservar la capacidad de elegir qué mostrar, de decidir cuánto de nuestra intimidad queremos dar a conocer. Pues aunque lo obsceno puede no ser una categoría universal, sí parece serlo la imagen social. Una confirmación etnográfica de esta hipótesis es la observación de que, en algunas culturas, los hombres cubren sus partes pudendas con una especie de funda rígida que produce la apariencia de que el pene persiste en una suerte de erección perpetua. Paradójicamente, esa vestimenta vela la erección (o la ausencia de ella) ofreciendo la apariencia de un órgano permanentemente erecto. La funda ya no es indicadora unívoca de una erección, pero en virtud de este artefacto los vaivenes de la genitalidad queda preservada en el ámbito íntimo.

Esta interpretación de la vergüenza iluminaría otra cuestión más: ¿por qué nuestra cultura tolera la desnudez frontal en la mujer más que en el hombre? En respuesta a esa asimetría de género, Velleman sostiene que la respuesta convencional es que vivimos en una cultura dominada por los hombres, donde la mujer suele ser un objeto sexual. Una explicación alternativa es que la desnudez masculina es naturalmente más vergonzosa porque es más explícita, no sólo porque está todo a la vista sino porque, de no mediar un esfuerzo deliberado, el hombre exhibe su deseo sin su control. Y porque, a fin de cuentas, una erección que no se desea exhibir delata, ni más ni menos, su intimidad.

Confrontados a este itinerario de la vergüenza, la pregunta hoy obligada parece ser: ¿cuál es el sentido último de retratar las interpretaciones del origen y sentido de este sentimiento, una vez sumergidos en la compulsión -propia o ajena- a exhibir indiscriminadamente la intimidad, arrasados por una cultura dominada por la imprevisibilidad de Twitter y de los realities , y por la irreversibilidad de Facebook y de los videos caseros subidos a YouTube?

El minuto de fama

Pese a la ancestral interpelación de la escena primordial, desde la irrupción de la cultura mediática asistimos a la declinación del rol de la vergüenza. El moralista sentencia que hoy nada es vergonzoso porque nada es objeto de desaprobación social. En esa indiferenciación valorativa, la exposición de la intimidad puede ser una vía privilegiada de acceso a cierta dudosa notoriedad, a veces incluso redituable: a mayor exposición, mayor poder, pues el pasaje a la fama trae consigo, como pan bajo el brazo, desde el reconocimiento público hasta contratos millonarios.

Pero se puede ir más allá de esta tesis del moralista. De la mano de las nuevas tecnologías y en una suerte de compulsión a mirar y ser mirados, se suben al ciberespacio imágenes que, desde la expulsión del Jardín del Edén, fueron guardadas celosamente en la intimidad. En ese universo virtual sin rostro aunque preñado de miradas, se ofrece lo que no se tiene en una suerte de ofrenda que, tanto por su carácter anónimo como por su crecimiento exponencial, es tan gratuita como inimputable. Se da por descontada la mirada cómplice del Otro, porque quien mira o es mirado goza, aun a costa de una exhibición de lo obsceno que desdibuja la línea ancestralmente trazada por la vergüenza, en un intento por desconocer la escisión subjetiva involucrada en ese sentimiento y borrada por una cultura que, sin calibrar las consecuencias, ordena gozar.

Con el eclipse de la vergüenza (contrariamente al sujeto sartreano que espiaba por la cerradura, y que era cosificado por la mirada del otro y, en el mismo gesto, anulado como subjetividad) hoy parecería ser que el sujeto adquiere identidad precisamente por esta suerte de destape social en un escenario en el que, cuanto más se muestra para ser mirado, más "se es". Y como la mirada del otro ya no es mensajera de la vergüenza, no hay derrota narcisista que recoja ese mensaje.

Si nos volvemos, una vez más, hacia Vatel, según observa Jacques-Alain Miller en un escrito en el que recoge la tragedia del cocinero, "la desaparición de la vergüenza cambia el sentido de la vida. Cambia el sentido de la vida, porque cambia el sentido de la muerte. Vatel, muerto de vergüenza, murió por honor, en nombre del honor". Paradójicamente, mientras que el hombre arrojado del paraíso instaura la civilización llevando consigo una vergüenza que, siempre se pensó, lo acompañaría como sombra espectral de su condición humana, hoy parece que asistimos a una disolución de la vergüenza. Y como ya no se muere por honor, ya no es necesario, según parece, vivir con honor.

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