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sábado, 29 de mayo de 2010

La derrota de la vergüenza

Unos la concibieron como el sentimiento que nos invade cuando somos descubiertos en conductas reprobables; otros pensaron que es una señal de alerta de que determinadas conductas nos apartan del ideal al que aspiramos. Inherente a la condición humana, la capacidad de avergonzarse parece hoy derrotada, aun en sus aspectos positivos, por una cultura que ha eclipsado el pudor y privilegia la exhibición indiscriminada de la intimidad.
Por Diana Cohen Agrest
Para LA NACION - Buenos Aires, 2010


"Los dos, el hombre y la mujer, estaban desnudos, pero no sentían vergüenza" (Génesis 2,25) . Tras la Caída, "se abrieron sus ojos y descubrieron que estaban desnudos. Por eso se hicieron unos taparrabos, entretejiendo hojas de higuera" (Génesis, 3)

"-¿Es verdad que Dios está en todas partes? -preguntaba una niña pequeña a su madre-. Porque a mí me parece indecente." (Nietzsche, La gaya ciencia )

Una vez expulsados del paraíso terrenal, Adán y Eva sintieron, por vez primera, vergüenza. ¿Qué verdad les había sido revelada por la serpiente? ¿Por qué debieron entretejer hojas de higuera con el fin de cubrir sus sexos? ¿Por qué Dios censuraría su sexualidad cuando los órganos reproductores eran obra del Artífice de la Creación y en cuanto tales, "vio Dios que eran buenos"? ¿Qué simboliza esa mirada divina condenatoria del pecado original, mirada que, tal vez por su omnipresencia, encarna todas las miradas? ¿Y qué dice de nosotros, creadores del mito de la inocencia originaria?

Desde el relato del Génesis, tras el pudor ese impulso a cubrirse ante la posibilidad de exponer o evocar los genitales, no por nada eufemísticamente llamados "zonas pudendas"- se instaura la vergüenza en el mundo. Ni el animal ni el ángel podrían ser sus víctimas, porque es la condición humana la que se juega en esas reacciones a una reprobación hipotética o real. Pese a su proximidad semántica, pudor y vergüenza se diferencian en dos aspectos, pues no intervienen en el mismo momento ni con la misma fuerza: mientras que el pudor precede a la mala conducta o a la infamia, la vergüenza las sucede. Y mientras que el pudor es una inhibición pasajera y volátil, la vergüenza es un sentimiento tan poderoso que logra paralizarnos. Por ser un signo que preanuncia la vergüenza, el pudor puede impedir la aparición de esta última: al intervenir en el acto, evita en un mismo gesto el escándalo objetivo y la vergüenza, que es su sanción subjetiva.

El pudor como antesala de la vergüenza y, por sobre todo, el ocaso del uno y la otra en el presente se vuelven un fascinante enigma por resolver. Porque interrogarnos por los albores de la vergüenza humana, confrontando este sentimiento ancestral con la consagración actual de la obscenidad, nos invita a ensayar una reescritura de la pérdida adánica desde un nuevo lugar: desde la cultura del exhibicionismo de la cual hoy parecemos cautivos.

Interpretaciones

Tan fácil parece secuenciar ambos sentimientos como complejo indagar los motivos últimos que explicarían la aparición de la vergüenza. Una vez instaurado en el mundo el sometimiento humano a la mirada -divina o humana, propia o ajena-, se gestaron diversas interpretaciones en conflicto sobre el sentido y fin de esa sombra amenazadora que se cierne con la vergüenza.

Unos la concibieron como el sentimiento que nos invade cuando somos descubiertos por otros en conductas ya reprobables, ya de mal gusto, porque lo cierto es que la posibilidad de ser blanco del ridículo, de un trato descalificador o del ostracismo social nos preocupa. Si somos vulnerables a las críticas de los demás, nos medimos según criterios que pueden no ser compartidos por nosotros, pero que nos importan porque nos importa el qué dirán. Es claro que esta posición, moralmente endeble, levantó una polvareda feroz: si la vergüenza depende de la mirada ajena, entonces ese sentimiento carece de todo valor moral, pues nos limitamos a obedecer las convenciones sociales que no elegimos personal y auténticamente. Porque de ser así, sentirse avergonzado implica reducir la moralidad a lo que la gente espera de nosotros: qué imagen ofrecemos, cómo somos percibidos, de cuán buena o mala opinión somos merecedores. Para dejar a salvo la moralidad, otros pensaron que la vergüenza es una señal de alerta de que determinada conducta nos aleja del proyecto de vida orientado al ideal que aspiramos a alcanzar. Estas interpretaciones contrapuestas se condensarían en una disyuntiva: o dependemos de la mirada ajena o somos agentes morales autónomos y, por lo tanto, indiferentes a la opinión de los otros.

Adoptar una u otra actitud no es moralmente trivial. Si dependemos de la mirada ajena, entonces pagamos el costo de ser arrastrados por mandatos de los cuales no somos autores (porque como somos vulnerables a las críticas, seguimos normas morales que nos son impuestas). Por el contrario, si establecemos nuestros propios criterios morales, entonces somos autónomos (y somos invulnerables a las críticas ajenas, porque seguimos normas morales que nos fijamos a nosotros mismos). Pero de ser así, la pregunta del millón parece ser si acaso es posible sustraerse de la mirada ajena.

Este debate filosófico en torno a bochornos y papelones -por cierto, las más de las veces tan padecidos como silenciados- es un desafío en cuya exploración bien vale aventurarnos.

¿Quién nos juzga?

El filósofo existencialista Jean-Paul Sartre afirmó que sentimos vergüenza ante la mirada de los otros toda vez que somos descubiertos in fraganti en situaciones vergonzosas en las cuales, una vez empantanados, pensamos menos en nosotros mismos que en cómo somos vistos por los demás. Con el fin de ilustrar esas vivencias tan peculiares asociadas al poder de la mirada, en un memorable pasaje de El ser y la nada , el filósofo imagina un episodio embarazoso que se despliega en dos actos. En el primero, doblegado por los celos, por interés o por vicio, "estoy mirando por el agujero de la cerradura". En ese agujero negro por el que observo y en el que me pierdo -continúa Sartre-, me reduzco a ser un "puro sujeto espectador, absorbido por el espectáculo". En el segundo acto de este drama inconcluso, "escucho pasos en el pasillo: me miran". El ruido inesperado denuncia una mirada intempestiva y, en su preludio, anónima, y con ella la presencia de un Otro ignorante de los sueños y las pesadillas que me impulsaron a un gesto que reconozco, en mi fuero íntimo, como degradante. Eclipsado como el sujeto que soy, reducido a "lo que el otro ve de mí", convertido en objeto y cosificado en lo más abyecto y despreciable, no me queda, entonces, sino admitir que soy como el prójimo me ve: vulgar, intrusivo. Y siento vergüenza de lo que soy, sentimiento que reconozco sólo a partir de esa mirada extraña cuyo autor es una subjetividad de la que se pueden esperar reacciones imprevisibles: complicidad, comprensión, pero también la reprobación o la censura. Una vez acorralado y a merced del Otro, tengo conciencia de mí mismo como un ser descentrado, que se estrella en esa heteronomía que amenaza con quitarme todo poder sobre lo que creo que soy.

La explicación de Sartre no es la única. Una enseñanza moral prudencial podría condensarse en una suerte de regla de oro: "Jamás hagas algo de lo cual sentirías vergüenza de hacer y haz siempre aquello de lo cual te sentirías avergonzado de no hacer". Esta proclama expresa cabalmente el pensamiento del filósofo John Rawls, quien sostuvo que sentir vergüenza no necesita de otro, ni real, ni imaginario. Porque no es la mirada del otro la que nos importa, sino el ideal moral conforme al cual intentamos vivir, y es en función de ese ideal como medimos nuestra autoestima. Por cierto, ese modelo puede expresar o bien una moralidad social convencional (la madre Teresa de Calcuta) o bien un modelo construido a partir de valores personales, no necesariamente compartidos por otros. En este caso, ese ideal del yo puede plasmarse con una argamasa de valores insospechados: en su Correspondencia , Madame de Sévigné narra la historia de Vatel, un eximio cocinero consagrado a lo que hoy llamaríamos la organización de eventos. Poco tiempo después de que en 1671 se ofreciera al servicio del príncipe de Condé, el noble invitó a Luis XIV y a toda la corte de Versalles a una gran fiesta de tres días y tres noches que tendría lugar en su palacio, y le encomendó a Vatel que todo saliera a pedir de boca. Según el testimonio de Madame de Sévigné, un estresado Vatel sobrevive doce días y doce noches sin pegar un ojo. Durante la prolongada celebración, enloquecido por la tardanza en el arribo de las cargas de pescado, Vatel se convence de que el banquete está condenado irremediable y previsiblemente al fracaso. Y ese fracaso es su fracaso. El sentido del honor del cocinero puede más: fija una espada en la manija de la puerta de su aposento y, embistiendo contra ella un par de veces, consigue ser atravesado por su filo y provocarse una muerte tan incomprensible para los otros como coherente con su itinerario existencial. ¿Acaso la vergüenza del cocinero fue vergüenza ante sí mismo y ante un ideal moral de excelencia hecho trizas? ¿O su vergüenza, más bien, señalaba que no podría sobrevivir a la pérdida de su reputación?

Inmediatamente, el perfeccionismo de Vatel y el rol atribuido a los ideales morales personalísimos en la vergüenza fueron puestos bajo la lupa. Al fin y al cabo, la mirada ajena se nos impone, con o sin nuestro asentimiento. Y cuando nos detenemos a pensar por qué solemos sonrojarnos, los motivos parecen demasiado distantes de presuntos modelos morales que encarnarían valores superiores. Los temores primarios asociados a la vergüenza suelen ser mucho más banales: sentimos horror ante la idea de ser ridiculizados o de ser víctimas de la calumnia o de ser el blanco de la infamia o de ser tratados despectivamente. O de una mancha delatora o de un olor que nos traiciona o de unos dientes jamás doblegados por la ortodoncia. Incluso basta un acento extranjero o hasta una palabra fuera de lugar, como el consabido diálogo "¿Es su hija? No, es mi mujer" (no por nada un antiguo proverbio griego, tan vigente como entonces, sentenciaba: "Cuando pienso en lo que dije, siento envidia de los mudos").

Para sortear la objeción de que la vergüenza depende sólo de la mirada ajena, se arguye que es un sentimiento que asoma ante la mirada de otras personas reales, aunque internalizadas. Bernard Williams, un filósofo contemporáneo propulsor de esta explicación social de la vergüenza, declara que se suelen invocar dos errores, uno estúpido y otro más interesante. El error estúpido consiste en suponer que reaccionamos con vergüenza cuando somos descubiertos por algún otro en una situación indigna, cuando en verdad, acota el filósofo, la vergüenza no aparece solamente porque somos "pescados" in fraganti : cuando se es descubierto mirando a través de la cerradura, discrepa Williams, se siente vergüenza no tanto por ser observado espiando sino por lo vergonzoso que es el acto como tal, exista o no un observador real. Pues basta un observador imaginario internalizado como disparador de la vergüenza: puedo avergonzarme con sólo imaginar que, de estar viva, mi abuela me censuraría al verme robar en un negocio de ropa. Pero, prosigue Williams, se suele cometer un error más interesante: creer que la vergüenza puede ser no sólo cuestión de ser visto, sino de ser visto por un observador portador de una mirada reprobatoria cuando, en rigor de verdad, piensa Williams, esa mirada no tiene por qué ser crítica. Un ejemplo que puede traerse a cuento es el citado por el filósofo alemán Max Scheler, el de una modelo que solía posar para un pintor hasta que, cierta vez, sintió vergüenza al percibir que era observada por el artista como un objeto sexual. Por otra parte, señala Williams, podemos no sentirnos avergonzados cuando somos vistos en una situación lamentable o ridícula, si somos vistos por un observador cuyas opiniones nos tienen sin cuidado. Porque un agente moral maduro, concluye, sólo sentirá vergüenza por las críticas morales que reflejan las propias, o por lo menos cuando se invocan criterios éticos a su juicio dignos de respeto.

Además de la estrategia de Sartre, la de Rawls y la de Williams, hay aun otra estrategia posible según la cual si se depende de la mirada ajena, el mismo individuo que, por ejemplo, no ve nada malo en comprar servicios sexuales poco convencionales, se siente avergonzado cuando tiene la mala suerte de aparecer en una foto publicada en el diario donde se lo ve jugueteando alegremente con travestis. Uno de los azares de comprometerse en una práctica social es que se corre el riesgo de ser criticado y hasta ridiculizado por gente cuya tabla de valores no coincide con la nuestra, pero cuyos comentarios nos importan por su procedencia, por quienes sostienen esos valores. En un grupo donde se respetan las jerarquías a rajatabla, la opinión de un superior tiene peso (ya sea por el valor intrínseco que se le atribuye a la experiencia o a un puesto de poder, ya sea por las consecuencias a las que puede conducir el ejercicio de dicho poder sobre sus subalternos). Confrontado a esas expectativas, aun cuando uno piensa que no tiene de qué avergonzarse, sin embargo puede tener razón en sentirse avergonzado. Si mi director de tesis cree que yo robé un libro de la biblioteca, cuando en verdad no lo hice, puedo sentir vergüenza pese a mi inocencia.

De más está decir que las normas sociales pueden preservar en la esfera privada actos que no son naturalmente vergonzosos y, arbitrariamente, pueden alentar la difusión de otros que sí lo son: aquello que provoca la vergüenza en el Jardín del Edén podría no provocarla en Sodoma y Gomorra. Las costumbres, por su parte, inciden en la calificación de lo vergonzante. En ciertas culturas, lejos de cubrirse con hojas de higuera, el cuerpo suele exhibirse sin discriminar entre zonas privilegiadas que pueden ser expuestas y otras destinadas a ser ocultadas. En esas tierras, narra con fina ironía Jean Baudrillard, "cuando el blanco interroga al indio por qué vive desnudo, el indio, con una lógica implacable, responde: ´En mi tierra, todo es cara´".

La versatilidad de la vergüenza es tal que no se agota en los casos en que quien causa la vergüenza es el mismo que la padece. También podemos sentir vergüenza ajena toda vez que somos testigos involuntarios de un acto y nos hacemos cargo de una vergüenza que brilla por su ausencia en quien la provocó. Un amigo pasado de copas puede decir barbaridades que nos avergüenzan tanto que sólo atinamos a pensar: "Tragame tierra". Impensadamente, nos vemos involucrados en la escena como espectadores y hasta como copartícipes de una situación que preferiríamos no compartir, pues la rechazamos y hasta la despreciamos. En la vergüenza ajena, sin embargo, se reconocen grados de responsabilidad que moderan nuestras reacciones: cuando se trata de un acto accidental (la súbita rotura del cierre de un pantalón, demasiado comprimido por los kilos que intentaba contener), ese sentimiento puede incluso promover la piedad. La simulación de no haber percibido el percance cubre con un manto de elegancia una situación a todas luces vergonzante.

La vergüenza ajena será el recodo que nos oriente hacia una nueva interpretación de este sentimiento, concebido esta vez como cierto mecanismo que nos ayuda a preservar ciertas cuestiones que deben permanecer en el círculo de nuestra intimidad.

Otra interpretación

¿Acaso la vergüenza no es una respuesta espontánea que nos invade toda vez que dejamos "filtrar" algo de nuestra esfera íntima que preferiríamos no mostrar? De ser así, la vergüenza podría ser una reacción del sujeto tras la exhibición de un aspecto de su intimidad que preferiría haber ocultado porque pone en riesgo su autoestima. A fin de cuentas, a diferencia de otros seres vivos, contamos con cierta presunta capacidad para resistir nuestros impulsos inmediatos que nos permite elegir qué deseamos exteriorizar en nuestra conducta (cuando menos idealmente o como declaración de principios porque, en rigor de verdad, no siempre lo logramos). La autoexposición avergüenza sólo cuando se muestra lo que no se quiere mostrar o más de lo que se quiere mostrar o cuando se deja a la vista impulsos que uno no quiere exponer en público. La fuente de la vergüenza, entonces, no se encontraría tanto en la exposición física como tal sino en descubrirnos en desventaja. Cuando me quiero atar los cordones y se me bajan los pantalones, de más está decir que me siento un ridículo y siento vergüenza si alguien está mirándome, pero ese arrebato no se evapora si no hay nadie. Todo lo que se necesita, prosigue esta explicación, es que uno sienta que pierde un presunto control de la situación. En el ejemplo de la modelo artística que percibe, súbitamente, la mirada de deseo del artista, ese cambio subjetivo introduce una suerte de desprotección o impotencia frente a una mirada con una carga libidinosa no prevista. Si un adolescente se avergüenza de salir con sus padres, no es porque se sienta desacreditado por ellos, sino porque ser visto en compañía de sus padres -advertencia pública de que todavía depende de ellos- socava la autoestima asegurada por una imagen social que construyó frente a sus pares como la de un individuo independiente.

Este escenario tira por la borda la posibilidad de que la vergüenza dependa de cierta autoestima comprometida por el orden de la ética y la transgresión, según una constelación de valores y disvalores en función de los cuales orientamos nuestra conducta. Es cierto que se puede sentir vergüenza por haberse comportado de modo cobarde, soberbio, idiota. Pero estas descalificaciones de índole moral no juegan papel alguno en la autoestima. La vergüenza puede nacer sin tales juicios de valor porque muchos de nuestros defectos son, simplemente, la resultante de una conducta impulsiva donde dejamos al desnudo nuestra vulnerabilidad y fragilidad.

El dios voyeurista

El Génesis narra el acontecimiento primordial de la vergüenza valiéndose del mito de una inocencia originaria que antecede a la constitución de una subjetividad no manchada aún por el pecado. Según la lectura de san Agustín en La Ciudad de Dios , antes de la caída, los genitales no eran excitados por la lujuria sino movidos por la voluntad humana. Y en virtud del sometimiento genital a esta facultad del alma, no eran vergonzosos. Cuando a instancias de la serpiente, Adán y Eva comen del fruto prohibido, Dios, comportándose como una especie de detective divino, dedujo que sus creaturas habían desobedecido. Entonces el Todopoderoso destruyó de una vez para siempre la armonía entre la voluntad humana y su corporalidad, soliviantando el cuerpo, que ya no obedecería a la voluntad, así como el hombre no había obedecido a Dios. La rebelión de la carne testimonia la rebelión de la criatura, quien pierde el dominio de sus órganos, el control de la erección en los hombres y de las secreciones en la mujer, con lo que nuestros órganos sexuales se vuelven un motivo de vergüenza. De allí en más, ese castigo ejemplar se transmitiría de generación en generación, pues la insubordinación del hombre hacia Dios fue castigada hasta el fin de los tiempos por una correlativa insubordinación de la carne al hombre.

David Velleman se vuelve hacia la lectura agustiniana para reinterpretarla. A diferencia de la lectura de Agustín, Velleman no cree que el texto del Génesis sugiera que la vergüenza adánica fuera el resultado de una suerte de reingeniería de la constitución física (la erección y secreción cuasimecánica de las partes genitales). Al prohibirles comer del árbol, Dios no les prohíbe usar sus genitales (porque de ser así, ¿para qué los habría creado?). Pues lo que la ingesta del fruto prohibido les reveló a Adán y Eva fue una vulnerabilidad y una fragilidad radicales que debían ser preservadas en la intimidad. Y su sexualidad fue un aspecto entre otros por resguardar.

Con este giro, nos es posible ver con una nueva luz la asociación de la vergüenza con la genitalidad. El conocimiento sexual impartido por la serpiente fue la idea de la privacidad: los genitales se volvieron vergonzantes cuando se descubrieron como esenciales a la intimidad, al deseo o no deseo de exhibir el deseo. El impulso de cubrir la desnudez no expresa tanto la necesidad de ocultar algo cuya exposición puede provocar desaprobación como el propósito de preservar la capacidad de elegir qué mostrar, de decidir cuánto de nuestra intimidad queremos dar a conocer. Pues aunque lo obsceno puede no ser una categoría universal, sí parece serlo la imagen social. Una confirmación etnográfica de esta hipótesis es la observación de que, en algunas culturas, los hombres cubren sus partes pudendas con una especie de funda rígida que produce la apariencia de que el pene persiste en una suerte de erección perpetua. Paradójicamente, esa vestimenta vela la erección (o la ausencia de ella) ofreciendo la apariencia de un órgano permanentemente erecto. La funda ya no es indicadora unívoca de una erección, pero en virtud de este artefacto los vaivenes de la genitalidad queda preservada en el ámbito íntimo.

Esta interpretación de la vergüenza iluminaría otra cuestión más: ¿por qué nuestra cultura tolera la desnudez frontal en la mujer más que en el hombre? En respuesta a esa asimetría de género, Velleman sostiene que la respuesta convencional es que vivimos en una cultura dominada por los hombres, donde la mujer suele ser un objeto sexual. Una explicación alternativa es que la desnudez masculina es naturalmente más vergonzosa porque es más explícita, no sólo porque está todo a la vista sino porque, de no mediar un esfuerzo deliberado, el hombre exhibe su deseo sin su control. Y porque, a fin de cuentas, una erección que no se desea exhibir delata, ni más ni menos, su intimidad.

Confrontados a este itinerario de la vergüenza, la pregunta hoy obligada parece ser: ¿cuál es el sentido último de retratar las interpretaciones del origen y sentido de este sentimiento, una vez sumergidos en la compulsión -propia o ajena- a exhibir indiscriminadamente la intimidad, arrasados por una cultura dominada por la imprevisibilidad de Twitter y de los realities , y por la irreversibilidad de Facebook y de los videos caseros subidos a YouTube?

El minuto de fama

Pese a la ancestral interpelación de la escena primordial, desde la irrupción de la cultura mediática asistimos a la declinación del rol de la vergüenza. El moralista sentencia que hoy nada es vergonzoso porque nada es objeto de desaprobación social. En esa indiferenciación valorativa, la exposición de la intimidad puede ser una vía privilegiada de acceso a cierta dudosa notoriedad, a veces incluso redituable: a mayor exposición, mayor poder, pues el pasaje a la fama trae consigo, como pan bajo el brazo, desde el reconocimiento público hasta contratos millonarios.

Pero se puede ir más allá de esta tesis del moralista. De la mano de las nuevas tecnologías y en una suerte de compulsión a mirar y ser mirados, se suben al ciberespacio imágenes que, desde la expulsión del Jardín del Edén, fueron guardadas celosamente en la intimidad. En ese universo virtual sin rostro aunque preñado de miradas, se ofrece lo que no se tiene en una suerte de ofrenda que, tanto por su carácter anónimo como por su crecimiento exponencial, es tan gratuita como inimputable. Se da por descontada la mirada cómplice del Otro, porque quien mira o es mirado goza, aun a costa de una exhibición de lo obsceno que desdibuja la línea ancestralmente trazada por la vergüenza, en un intento por desconocer la escisión subjetiva involucrada en ese sentimiento y borrada por una cultura que, sin calibrar las consecuencias, ordena gozar.

Con el eclipse de la vergüenza (contrariamente al sujeto sartreano que espiaba por la cerradura, y que era cosificado por la mirada del otro y, en el mismo gesto, anulado como subjetividad) hoy parecería ser que el sujeto adquiere identidad precisamente por esta suerte de destape social en un escenario en el que, cuanto más se muestra para ser mirado, más "se es". Y como la mirada del otro ya no es mensajera de la vergüenza, no hay derrota narcisista que recoja ese mensaje.

Si nos volvemos, una vez más, hacia Vatel, según observa Jacques-Alain Miller en un escrito en el que recoge la tragedia del cocinero, "la desaparición de la vergüenza cambia el sentido de la vida. Cambia el sentido de la vida, porque cambia el sentido de la muerte. Vatel, muerto de vergüenza, murió por honor, en nombre del honor". Paradójicamente, mientras que el hombre arrojado del paraíso instaura la civilización llevando consigo una vergüenza que, siempre se pensó, lo acompañaría como sombra espectral de su condición humana, hoy parece que asistimos a una disolución de la vergüenza. Y como ya no se muere por honor, ya no es necesario, según parece, vivir con honor.

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